Tomasz Mackiewicz, de la heroína al Nanga Parbat

5 febrero 2018
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 Tomasz Mackiewicz empezó a morirse instantes después de abandonar la cima del Nanga Parbat (8.125 m), justo tras alcanzar un sueño al que había dedicado los últimos siete inviernos. No cabe ironía mayor. Acababa, también, de celebrar su 43º cumpleaños. El caso es que erró al quitarse las gafas de ventisca para seguir el camino, y cuando quiso descender lo hizo a ciegas, apoyándose en su compañera, la francesa Elisabeth Révol, apenas 43 kilos de peso. Pero, aún siendo grave, no sería ese su mayor problema. Juntos atinaron a refugiarse en el interior de una grieta, desde donde Révol pidió ayuda con su teléfono vía satélite. Tomasz (o Tomek) sufría evidentes síntomas de edema (“sangraba abundantemente por la boca”, explicaría la francesa) y era incapaz de moverse. La única ayuda posible estaba a kilómetros de distancia, en el campo base del K2. “Me dijeron que tratase de perder altura sin mi compañero, que un helicóptero iría en su búsqueda más tarde”, declararía desde el hospital la alpinista francesa, milagrosamente rescatada por Dennis Urubko y Adam Bielecki.

 Pero no hubo rescate para Tomek, una figura que deja en suspenso una pregunta. También mujer y tres hijos. Ni era un alpinista de pedigrí, ni un deportista de élite patrocinado, ni parecía preocupado por otra forma de hacer montaña que no fuese en el Nanga Parbat y en invierno, un lugar donde nadie desea estar realmente. ¿Por qué ansiaba tanto peregrinar un invierno tras otro para sufrir un frío atroz, horas de gélida espera, peligro y acción al límite de lo soportable?

 Emilio Previtali conoció a Tomek en el Nanga, en el invierno de 2014. Su amistad se consolidó con el tiempo, cuidando su relación a través de llamadas, emails y mensajes, tanto es así que Previtali, esquiador extremo y documentalista preparaba un trabajo sobre la figura de su nuevo amigo: “Tomek era un soñador. Buscaba sus límites no por la ambición de superarlos, de sacar pecho, sino por el placer de vivir la experiencia y disfrutarla. Deseaba experimentar el sentido de la aventura absoluta que conocieron los primeros exploradores de las montañas. No le interesaba el reto deportivo, ni sentía que competía con nadie, y si sabía cómo y dónde entrenarse no era, en cambio, un atleta en el sentido clásico del término. De hecho, era lo opuesto a un atleta y lo más parecido a un explorador o a un hombre de montaña. Podía pasarse días enteros sin salir de la tienda, esperando, sin sentir la necesidad de moverse, dominando el impulso de actuar. Era un espíritu inquieto pero al mismo tiempo tenía un extraordinario dominio de sus pensamientos y sentimientos. No creo haber conocido a nadie más libre y centrado en sus objetivos”.

L os objetivos de Tomek pasaban por ahorrar de la forma que fuese el dinero necesario para viajar a Pakistán, pagar el permiso de cima y disponer de comida con la que pasar todo el invierno esperando una oportunidad de viajar hasta la cima del Nanga Parbat. A veces, para ahorrar solo compraba el billete de ida. Otras, tiraba de crowdfunding para reunir el dinero necesario. Con su ajustadísimo presupuesto llegó incluso a prescindir de los porteadores que acarrean la impedimenta de los alpinistas (tiendas, comida, cocina y demás material) hasta el campo base. Y así, cargado él y su compañero como mulas, llegaron tan agotados hasta el pie de la montaña que una vez allí se miraron y convinieron que estaban tan fundidos que el único camino por recorrer era el de regreso.

S in embargo, Previtali niega rotundamente que su amigo tuviese una obsesión: a su entender, su afán tenía mucho más que ver con un compromiso vital. “Aquellos que nunca tendrán ni por asomo su capacidad de focalizar todos sus esfuerzos en un objetivo dirán de él que era alguien obsesionado. Para Tomek, el Nanga era una especie de lugar seguro, por ridícula que parezca esta idea. Estaba seguramente más en paz consigo mismo los meses que pasaba esquivando peligros en la montaña, que en Polonia viviendo una vida que, en su caso, era una espera fastidiosa entre expedición y expedición”, asegura Previtali.

 En 1990, al poco de entrar en la escuela secundaria y tras una infancia bajo la tutela de sus abuelos, Tomek estuvo tres años fuera del mundo, enganchado a la heroína y durmiendo en las calles. Su hermana lo rescató y le obligó a desintoxicarse en el centro para drogadictos de Monar, en Masuria. Tres meses después se sintió capaz de seguir el curso de su vida, pero el primer camino que emprendió le llevó directo a un nuevo chute. Esta vez, pasaría dos años rehabilitándose y haciendo de chico para todo o criado en el centro. Aprendió a ser fuerte. Ya nunca encajaría en los cánones de normalidad que defiende la sociedad, así que recorrió el planeta a dedo, trabajó con leprosos en la India y recordó que antes de probar la heroína existía algo que le hacía sentir bien: escalar.

 Polonia tiene un idilio con el himalayismo invernal: casi todas las montañas de más de 8.000 metros conquistadas en invierno cayeron en las manos de alpinistas polacos. Forma parte del Adn de su alpinismo. Pero Tomek era una célula libre, alguien ajeno incluso al marco oficial y por eso se le negaron las ayudas que garantizaba la Asociación Polaca de Montañismo. Tomek estaba fuera del sistema oficial porque, tal y como solía admitir, carecía de la experiencia que atesoraban otros alpinistas polacos. Los alpinistas reconocidos de su país le miraban de reojo, con cierta sospecha: no sabían quién era, de donde procedía, y no imaginaban lo mucho que deseaba el Nanga Parbat. Pero todos se rascaron la coronilla cuando, al tercer intento, alcanzó la altura de 7400 m: nadie, y menos en solitario, había llegado tan alto desde la expedición polaca de 1997 dirigida por una leyenda como Andrzej Zawada.

 Asegura Previtali que nunca conoció a un alpinista más profesional: “Era tremendamente preciso y meticuloso a la hora de planificar sus expediciones porque trabajaba al milímetro con un presupuesto ridículo. Con casi nada, lograba lo que otros, con muchos más medios, ni siquiera imaginaban lograr”.

 Los tres primeros inviernos, Tomek compartió expedición únicamente con su compatriota Marek Klonowski, pero el cuarto invierno cuatro alpinistas polacos más se sumaron a la pareja. El equipo pasó ¡90 días! montaña arriba y abajo, y a última hora no tenían nada que echarse a la boca. Una mañana, Tomek visitó en su tienda a Emilio Previtali. Para su enorme sorpresa, le tendió un fusil Kalashnikov que había alquilado a uno de los militares que custodian la frontera con la India. Tenía tres balas y el precio del alquiler quedaría fijado por el número de proyectiles gastados. Tomek nunca había disparado un arma, pero estaba seguro de poder cazar una cabra salvaje valle abajo. La primera bala sería de prueba, las otras dos para comer. Cuando el hombre regresó sin su pieza de caza, Simone Moro, que ese año compartía expedición con Previtali y David Göttler, compró dos cabras a sus porteadores y se las regaló al grupo polaco, lo que les permitió estirar aún más su estancia. Mientras quedase invierno, el Nanga seguía siendo un objetivo. Tomek y Göttler alcanzaron los 7.200 metros; un año después, Tomek y Elisabeth Révol renunciaron a 7.800 metros y a 7.600 al año siguiente. Por supuesto, regresaron éste invierno. Hicieron cima. Tomek nunca bajará. Quizá no hubiese sabido qué hacer sin el invierno en Pakistán. A veces bromeaba señalando que había dejado una droga para consumir otra. Por supuesto, se reía de sí mismo y de todos aquellos que, desde ya, le juzgan sin saber cuánto esfuerzo, preparación e insistencia es preciso desarrollar para ser, como dice Previtali, auténticamente “libre”.

Información de: El País

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