Evaristo había llegado a tomar posesión de unos campos a la salida del pueblo, luego de años de litigios sucesorios, de los que se mantuvo siempre al margen, ya que no le interesaba discutir con sus parientes por unas tierras perdidas a la buena de Dios.
Quizá por eso le llamó tanto la atención la agresiva virulencia del comentario de una tía, cuando el juez dictaminó que los terrenos quedarían en su poder:
“—Si piensas disfrutar de ese lugar, olvídalo: está maldito. Lo queríamos para venderlo. Y mira la injusticia, te lo dan justo a ti, el único tan carente de sentido que quiere ocuparlo, sin haber luchado por él en ningún momento…
–¿A qué se refiere con lo de “maldito”, tía? No entiendo su enojo. Esto lo dictaminó la justicia.
–Ya comprobarás por ti mismo a lo que me refiero. Y, en cuanto a la justicia, bien devaluada está, si beneficia a quiénes ni se ocupan en obtener algo, y les cae del cielo…”
Evaristo olvidó el entredicho, y aprovechó la oportunidad para abandonar el trajín de la ciudad, con sus locos horarios, y emprender en la propiedad una granja de pollos, para vender huevos orgánicos.
Soñaba con gallinas criadas sin el estrés del hacinamiento, bien cuidadas y alimentadas, e imponerse en mercados eco amigables.
Luego de encargar las refacciones básicas de la casa principal, se instaló, con el galpón listo para sus animales.
Le llamó la atención un viejo aljibe, cubierto con una pesada tapa.
Le desagradó el aspecto mohoso de las piedras que se elevaban del pozo, que, de seguro, estaría seco.
Por curiosidad, corrió con gran esfuerzo la tapa.
Con una linterna miró el interior, que no parecía tener fin, y no detectó agua en lo absoluto.
Cuando quiso cerrar nuevamente, se le cayó la tapa, rompiéndose en pedazos.
Maldiciendo, se dijo que más adelante se ocuparía de ella.
Pronto, en la vorágine de su trabajo, se olvidó del tema.
Se ocupó de comprar gallinas, y estudiar la manera óptima de criarlas con los mejores alimentos y cuidados.
Terminaba agotado, por lo que se acostaba bien temprano.
Un extraño sonido lo despertó en medio de la madrugada. Era un gemido muy grave, absolutamente espeluznante.
Se levantó, pensando que podía haber un animal herido penando su agonía, y con un arma y su linterna, salió al exterior a investigar.
El horrible sonido se cortaba y retornaba en forma intermitente, guiándolo hacia el pozo.
Desconcertado, vio un reguero de plumas alrededor del mismo.
Corrió, alarmado, hacia el gallinero, y constató lo que temía: las aves se habían arrojado al pozo.
Consternado, alumbró el interior, del que ahora salía un olor ferroso, como a herrumbre.
Casi se le cayó la linterna del susto cuando escuchó la voz proveniente del fondo.
El tono era ultra grave, inhumano.
–¡Hola amigo! Me vinieron a visitar tus gallinitas. Me siento honrado. ¿Quieres que te las devuelva?
Con la sensación de estar viviendo una pesadilla sin sentido, Evaristo contestó:
–Se lo agradecería mucho… ¿Quién es usted, y qué hace en el pozo?
Ignorando la pregunta, le llegó la estremecedora voz como contestación:
–Baja el balde grande con la soga, y te podré alcanzar tus cluecas. Un poquito diferentes, porque acá, todo cambia. Pero te daré también una recompensa.
Me agrada mucho que me visiten, tanto animales como personas…
Confundido, Evaristo siguió las instrucciones, y bajó el enorme balde a tal profundidad que pensó que no le alcanzarían los innumerables metros de soga, hasta que por fin sintió un tirón, que le indicó que había llegado al punto buscado.
–Sube el balde ahora—dijo la ominosa voz.
Cuando subió el balde, y lo sacó del pozo, un grito de horror salió del fondo de su garganta: las gallinas estaban despellejadas.
No comprendía cómo podían estar vivas, en ese estado.
A medida que salían del inmenso balde, intentaban atacarlo a picotazos.
Con una reacción más salida del horror que de la lógica, ultimó a los animales con su arma, y observó algo que había quedado en el fondo del balde: había seis huevos enormes, de oro macizo. Uno por cada una de las pobres gallinas masacradas.
–¿Qué diablos significa todo esto?
Del fondo del pozo una risa que hubiera puesto los pelos de punta al mismo Satanás, surgió antes de la respuesta.
–Todo lo que entra al pozo cambia, Evaristo. Te lo avisé. Pero no puedes decir que perdiste con el cambio…
Espero nuevas visitas. ¡Me encantan!
Ningún sonido más salió del agujero.
Evaristo no podía salir de su asombro.
Tomó los pesados huevos de oro, calculando que debían valer una fortuna.
Decidió llamar al día siguiente a la tía Ester, para indagar más sobre la locura que estaba viviendo.
Durmió con horribles pesadillas, y cuando llamó a su tía, esta no solo no quiso aclararle nada, sino que le dio una contestación desconcertante:
–Aguántate lo que venga. Y recuerda que no todo lo que brilla es oro. Ya elegiste, Evaristo.
El día se le hizo interminable.
No sabía qué hacer.
Lo primero que se le ocurrió fue conseguir una nueva tapa para el pozo, lo cual le tranquilizó un poco.
Una vez cerrada esa aberración, compraría nuevas gallinas, y recomenzaría su proyecto, sin detenerse en las rarezas de la estrafalaria experiencia.
El albañil que contactó se apersonó muy pronto, y se puso de inmediato a construir el pedido de Evaristo: la tapa más sólida, hermética y pesada factible para sellar el nefasto agujero.
Dejando al hombre trabajando, se acercó al pueblo a almorzar, con otro humor, y a comprar provisiones, calculando la fortuna que conseguiría al vender los huevos de oro macizo.
Pero al regresar al atardecer, toda su buena predisposición se desmoronó por completo.
El albañil no estaba. Alrededor del hueco, sus herramientas estaban esparcidas sin ton ni son, al igual que la gorra con la que se protegía del sol.
Temblando, se acercó a la boca del pozo, del cual brotó la espantosa carcajada demoníaca.
–¿¿Qué pasó, Dios mío??
–¡Qué gracioso, mencionando a Dios! ¡Eres tan divertido, Evaristo!
— ¿Qué eres? ¿Cómo sabes mi nombre?
— Sigues divirtiéndome. Y te estoy sumamente agradecido por la nueva visita recibida… Ya te dije: me encanta tener invitados…
–¿Qué le hiciste al albañil?
–Solo lo recibí como un buen anfitrión. Ahora te lo regreso. Eso sí: sabes que todo cambia un poco dentro del pozo… Solo baja la soga. Lo ataré a ella, para que puedas subirlo.
Tragando saliva, hizo lo que la tenebrosa voz le indicaba.
Cuando llegó el momento, haciendo un esfuerzo sobre humano, pudo izar el peso abrumador, y en un estado de consciencia alterado, contempló con el más absoluto de los horrores al hombre despellejado, que, intentando deshacerse de la soga, lo miraba con un odio visceral, con claras intenciones de atacarlo.
Corrió desesperado por su arma, y una vez más, la utilizó, quitándole la vida al engendro horroroso que lo perseguía, con un objeto extraño sostenido entre sus manos.
Cuando lo alcanzó la bala, y cayó, vio que lo que tenía el malogrado albañil era un corazón, réplica exacta del órgano humano, pero de oro macizo.
Enloquecido, entró a la vivienda, y se tomó media hora en grabar un video donde explicaba la paranormal experiencia que había tenido.
Cargó su revólver, y se lo colgó de la cintura del pantalón. Guardó un encendedor en su bolsillo.
Sacó del galpón bidones de combustible, y lo vertió dentro del pozo.
Luego, tal como dejó asentado en su video, descendió, atado con la soga, al nefasto pozo, con la idea de ultimar a lo que fuera que lo habitara, y prender luego fuego el lugar.
El comisario Contreras encontró el cadáver despellejado del albañil, la grabación de Evaristo, y ningún rastro de él.
Se hizo una búsqueda, y se introdujo una sonda con cámara infrarroja de fibra óptica en el interior del pozo, que, a una profundidad asombrosa, no mostraba más que oscuridad, y no parecía tener fin.
Se dejó pendiente buscar sondas más largas, ya que no contaban con ninguna que tuviera la longitud pertinente como para llegar hacia el fondo del pozo.
Se bloqueó el acceso a la propiedad por medidas de seguridad, y se tapó el agujero de forma precaria, hasta concluir las investigaciones pendientes.
El comisario me avisó de que debería ocuparme del velatorio del albañil, y, con tono confidencial, me dejó un pesado paquete.
–Son los huevos y el corazón, que encontré en el escenario de los sucesos, Edgard. Como podrá ver usted, no son de oro, en absoluto. Más bien parecen de hierro, y exudan un óxido que no huele nada bien.
Como la historia de Evaristo no tiene valor en un juzgado, consideré que estos objetos estarían mejor en sus manos. Me dan escalofríos, Edgard…
Y así es como llegaron a mi colección los seis huevos y el corazón de metal. Tal como mi amigo, el comisario lo mencionó, las piezas son repulsivas. Emanan una energía nefasta, y una herrumbre verdosa, con olor putrefacto.
En algún momento habrá que liberar el pozo del ser demoníaco que lo habita.
Espero contar, cuando llegue la ocasión, con las herramientas correctas.
Entre tanto, el falso oro ocupa un lugar en mi colección.
Y me pregunto si la tía Ester vendrá al velatorio del albañil.
Tengo muchas preguntas para hacerle.
Quedan invitados, una vez más a visitarme en La Morgue.
Y recuerden, amigos, que no todo lo que brilla es oro…