El asesinato en manada de un joven estremece a Argentina

19 febrero 2020
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«Mi casa está vacía cuando me levanto. Miro su cama y está vacía. Sé que nunca volverá por lo que le hicieron. Quiero justicia por mi hijo», dijo este martes Graciela Sosa ante miles de personas convocadas frente al Congreso argentino. Hace un mes, su hijo, Fernando Báez Sosa, de 18 años, fue asesinado por un grupo de jugadores de rugby en Villa Gesell, una localidad balnearia de la costa argentina. Lo golpearon hasta matarlo frente a una discoteca y después se fueron de ahí como si no hubiese pasado nada, hasta que horas más tarde fueron detenidos por la policía. Ocho de ellos están ahora imputados por homicidio doblemente agravado.

«Mi vida no es fácil», repitió en varias ocasiones Graciela Sosa, con un hilo de voz y los brazos en alto. «Quiero justicia. Quiero que paguen por lo que le hicieron. Él era mi vida, mi amor, yo le llamaba mi bebé. No saben lo que lo extraño», agregó antes de desplomarse en una silla y recibir una enorme ovación de los manifestantes.

Argentina no habla de otra cosa desde el 18 de enero. La crisis económica y los sinsabores de las negociaciones con el FMI por la deuda externa apenas se hacen un hueco en los canales y sitios de noticias 24 horas, donde el crimen de Villa Gesell acapara la mayor parte del tiempo y el espacio. Los detalles iniciales fueron los de cualquier pelea entre dos grupos que se cruzan a empujones e insultos en una discoteca. Los vigilantes los expulsaron del lugar y uno de los grupos quiso seguir con la pelea en la calle. Cuando uno de los jóvenes quedó solo, los 10 rugbiers (como se les llama en Argentina) se abalanzaron en manada sobre él por la espalda y lo golpearon en la cabeza hasta matarlo.

Parte de los acusados se saca una selfie minutos después de la golpiza a Fernándo Báez. TELAM

La golpiza ocurrió en la calle principal de una ciudad que cada verano recibe a casi dos millones de turistas y quedó registrada en decenas de vídeos caseros y en las cámaras de seguridad de los comercios. Durante semanas, los argentinos vieron cómo Fernando Báez Sosa recibía golpes cuando ya estaba desmayado. Luego cómo los agresores, de entre 18 y 21 años, limpiaban la sangre de sus manos cuando pasaban junto a la policía; cómo se abrazaban sonrientes y se felicitaban por la golpiza; cómo uno de ellos se acercaba al lugar para avisar por teléfono a sus amigos que el joven había “caducado”; cómo minutos después se juntaban a comer una hamburguesa a pocos metros de donde habían matado a Fernando.

Días después llegaron a la prensa los mensajes que intercambiaron los asesinos por WhatsApp, vacíos de remordimiento, ensayando coartadas, ajenos a los rastros que habían dejado por todos los sitios. Y más tarde, los detalles de los 10 jóvenes en el penal de Dolores (en la provincia de Buenos Aires), “niños bien” en una celda especial sin contacto con otros presos dispuestos a hacer justicia por mano propia, y la comida que rechazaban por asquerosa y las visitas de sus padres con bolsas llenas del supermercado. Y los televidentes y lectores se indignaron aún más cuando conocieron la historia de un detenido número 11, acusado por los otros 10 de ser el autor material del crimen cuando ni siquiera había pisado Villa Gesell.

Los padres de Fernando Báez lloran durante la marcha en Buenos Aires. AP

El rugby en la mira

El crimen abrió además un debate nacional alrededor de la cultura del rugby en Argentina, que se asocia a las clases altas y, en su escalón más joven, tiene fama de violento y pendenciero. Son recurrentes las historias de rugbiers que en grupo atacan a otros jóvenes, siempre en inferioridad numérica y por lo general más pobres, en batallas donde no es posible perder. La victima de esta manada cumplía con la norma: era hijo de un encargado (portero) de edificio que en marzo comenzaba la carrera de Derecho. Los detenidos también: pertenecen a familias acomodadas de Zárate, un rico municipio portuario cercana a ciudad de Buenos Aires; muchos viven en barrios cerrados con seguridad privada y algunos incluso son hijos de altos funcionarios del Gobierno municipal.

El club Náutico Arsenal de Zárate, donde jugaban algunos de los detenidos, apuró un comunicado en el que aseguraba que la violencia no está entre los valores que promulga, y salieron viejas glorias del deporte que estuvieron de acuerdo con el mensaje. Incluso equipos de rugby formados por convictos contaron que gracias a ese deporte habían encontrado un sentido a sus vidas en la cárcel. Gane quien gane la batalla cultural, la suerte de los 10 detenidos parece echada. Todos enfrentan una montaña de pruebas en su contra, que la acusación se ha ocupado de filtrar gota a gota a la prensa, y todo indica que solo resta esperar que la justicia determine la responsabilidad de cada uno en la golpiza.

«Se siente, se siente, Fernando está presente», coreaba la gente este martes frente al Congreso argentino, donde pedía también por todas las víctimas de violencia. «A mi sobrino también lo asesinaron. Estoy acá por Fernando, pero también por él», dijo Lorenza, una paraguaya que viajó en autobús desde el barrio de Lugano, en el sur de la ciudad, junto a decenas de compatriotas más. La madre de Fernando «era empleada doméstica, el padre era encargado de edificio. Sacrificaron sus vidas por su hijo y se lo asesinaron como un perro. No puede quedar impune», sentenció la mujer.

 

Información de: el País

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