El misterio de los restos de Montaigne

30 noviembre 2019
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El caso presenta todos los elementos de una novela de misterio con trasfondo histórico. Hay un ataúd en un sótano. Unos huesos cuyo rastro se perdió hace tiempo. Y un cadáver cuya identidad se desconoce, pero del que se sospecha, con certidumbre creciente, que pertenece a Michel de Montaigne, el gran humanista del siglo XVI, coetáneo de otros dos genios de la cultura universal como Shakespeare y Cervantes.

“Se busca un cuerpo, unos indicios: el principio es el mismo que en una investigación policial”, dice Laurent Védrine, director del Museo de Aquitania en Burdeos. Pero aquí el misterio no es quién es el que mató, ni el móvil del crimen, sino “quién o quiénes son los muertos”, añade Védrine. Hay indicios bastante claros, aunque no definitivos, de que se trata del autor de los Ensayos.

El primer misterio —¿a quién pertenecen los restos?— ya casi se ha dilucidado, pero encierra otros enigmas. ¿Cómo llegó Montaigne, si es que se trata de Montaigne, a lo que ahora es la sede del Museo de Aquitania? ¿Por qué, en los años ochenta del siglo XIX, después de ser identificado y trasladado provisionalmente a otra ubicación y de regreso a este lugar en el centro de Burdeos, quedó en el olvido? ¿A quién pertenecen el cráneo y la mandíbula descubiertos cerca del ataúd?

“Yo tenía una intuición fuerte, verdaderamente fuerte”, explica Védrine mientras baja por las escaleras profundas al frío sótano del museo, hoy un almacén de piedras medievales. Al fondo de la sala hay un ataúd de madera. Dentro, si acaban confirmándose las sospechas, reposa el esqueleto del inventor del género ensayístico; el escritor del yo, de la duda, de la modestia y de la tolerancia; el pensador que sabía que «filosofar es aprender a morir».

Retrato de Michel de Montaigne (1533-1592), procedente de una colección privada. HERITAGE IMAGES GETTY IMAGES

Durante tiempo se creyó que, en efecto, los restos de Montaigne se escondían en este edificio. Era una creencia fundada, porque aquí se encontraba el cenotafio, o escultura funeraria vacía, de quien fue alcalde de Burdeos. Pero nadie se había preocupado por verificarla.

Védrine consideró que los restos podían hallarse debajo del mismo punto de la sala de entrada del edificio donde antaño se expuso el cenotafio. En el almacén del subsuelo había una pequeña construcción, con dos aperturas, como un horno o como los nichos de un cementerio. En aquel momento estaba tapada por estanterías con objetos arqueológicos. Había que averiguar qué había dentro. Para evitar destrozos, el director del museo y su equipo perforaron la pared e introdujeron una cámara. Era septiembre de 2018.

“Miramos en un monitor, vimos que había una caja y un colega técnico del museo dijo: ‘Hay algo escrito: Michel de Montaigne’”, recuerda Védrine. Fue el primer momento eureka. Pero el trabajo no había terminado aún; era solo el principio. Para poner en marcha el proyecto, fue necesario pedir permisos para sacar el contenido, formar un equipo de arqueólogos y especialistas, y crear un comité científico.

Pasó más de un año. Y, el 18 de noviembre pasado, Védrine y su equipo abrieron por fin la tumba. En uno de los nichos se escondía el ataúd de madera que ya habían visto un año antes con la cámara. Al lado había un cilindro metálico con una botella dentro y, dentro de la botella, un documento. En el otro nicho, el cráneo y la mandíbula.

La apertura del ataúd fue el segundo momento eureka. “Oh, my god”, exclama en un inglés con acento francés una de las asistentes, según quedó registrado en vídeo. Ahí vieron que, dentro del ataúd, había otro ataúd, o sarcófago, de plomo, bastante deteriorado y agujereado. Introdujeron una cámara y vieron un fémur y un hueso de la pelvis.

El ataúd de plomo, así como la botella, deben abrirse en una próxima etapa, a principios de 2020. “Espero encontrar dentro el esqueleto entero”, dice la arqueóloga antropóloga Hélène Réveillas, responsable de la excavación.

Una vez se acceda a los huesos se intentará determinar el sexo del fallecido y su edad aproximada. Otro indicio que podría ayudar a confirmar la identidad del esqueleto sería el hallazgo de restos minerales de los cálculos renales que afligieron a Montaigne durante buena parte de su vida. Se sabe que, al morir, su esposa, Françoise de la Chassaigne, hizo que le retirasen el corazón, lo que habría obligado a serrarle la caja torácica: también esto podrá comprobarse al examinar el esqueleto. Y podría verse si tiene secuelas por su caída literal de un caballo, a la que dedica uno de los Ensayos y que, según escribe el crítico Antoine Compagnon, «fue lo que más cerca que se encontró de la muerte y la experiencia fue dulce, insensible», lo que le permitió deducir que «no hay que temer excesivamente morir». El último elemento es el ADN, pero para ello es necesario encontrar descendientes directos.

“Es un proyecto excepcional, ocurre muy raramente en la vida de un investigador”, dice Réveillas. Y es la culminación de un periplo que arranca el 13 de septiembre de 1592, el día de la muerte de Montaigne a los 59 años en su castillo, a 50 kilómetros de Burdeos. Nueve meses después fue trasladado al convento de los Feuillants, en Burdeos.

“Para mí el misterio es qué se hizo con el cadáver durante estos meses. ¿Dónde se conservó? ¿Quién lo transportó en este periodo de guerra, y cómo?”, se pregunta en un café del centro de Burdeos la historiadora Anne-Marie Cocula, que pertenece al comité científico del proyecto.

Cocula extrae varios aprendizajes de la investigación. “Montaigne debió de recomendar que lo enterrasen en el convento de los Feuillants. Su mujer era muy piadosa. Todo esto nos revela su fidelidad al catolicismo, aunque tenga una hermana protestante. También, y es importante para los bordeleses, su voluntad de regresar a Burdeos. Y al mismo tiempo el culto a Montaigne en Burdeos. Los alcaldes de Burdeos dicen todos que son sus sucesores”, sonríe, y cita a Jacques Chaban-Delmas y Alain Juppé, ambos primeros ministros de la República también.

Tras el incendio del convento, en 1871, los restos de Montaigne se trasladaron al cementerio de la Chartreuse. Regresaron en 1886, una vez que se había construido la nueva facultad de ciencias y de letras. Y allí debieron de quedarse.

En la Chartreuse estuvo enterrada otra figura de la cultura universal: Francisco de Goya, que murió en Burdeos en 1828. En 1919 fue trasladado a San Antonio de la Florida de Madrid. Cuando se abrió la tumba, faltaba la cabeza. En Burdeos, medio en broma medio en serio, ya empiezan a circular las especulaciones sobre el propietario del cráneo descubierto en el Museo de Aquitania junto al ataúd de Montaigne.

 

Información de: el País

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