“¿Pueden levantar la mano los franceses, los que tienen la nacionalidad francesa?”, pregunta el documentalista Mohamed Ulad a los adolescentes sentados en un aula de una secundaria de los suburbios de París. La inmensa mayoría levanta el brazo. La pregunta siguiente es “¿Quién se siente francés?” Esta vez, los alumnos permanecen inmóviles, con la única excepción de una chica negra que, invitada a explicarse, dice: “En mi cabeza soy blanca”. La secuencia forma parte del documental Les Français c’est les autres (Los franceses son los otros, 2015), del periodista árabe Mohamed Ulad y la abogada judía Isabelle Wekstein-Steg [ver extracto del documental a continuación; con traducción al castellano de la periodista Alexandra Gil]. La identidad de estos últimos es importante, ya en el inicio de la charla se presentaron a la clase diciendo que uno de ellos era judío y el otro árabe, dejando que los jóvenes trataran de adivinar quién era quién. Porque “tiene la nariz de los judíos” y “las cejas espesas”, por “el corte de pelo”, dictaminaron, erróneamente, que el judío era Ulad.
En pocos minutos, toda la problemática de la identidad contemporánea francesa, los prejuicios, los malos entendidos, estaban condensados y expuestos sin filtro. Este es el trasfondo de la crisis que sacude violentamente a Francia desde el martes pasado, cuando un policía mató a Nahel, de 17 años, quien conducía sin licencia y escapaba de un control de tránsito en un auto deportivo. ¿Los disturbios que se han apoderado de las principales ciudades francesas y sus suburbios habrían sido iguales si el conductor hubiese sido un blanco de apellido Dupont? Muy probablemente no, ni tampoco las reacciones inmediatas de condena del futbolista Kylian Mbappé o el actor Omar Sy. La identidad fue el factor determinante del estallido, pero si uno recorre los despachos y la prensa francesa del primer día, difícilmente encuentre una precisión sobre este aspecto, más allá del nombre de pila y la ocupación de Nahel. El tema es tan explosivo que predominan los púdicos eufemismos, que prefieren utilizar el término difuso de “joven” o “barrio popular”, sobreentendiendo que se trata de persona de origen extranjero y de guetos suburbanos. Toda la discusión pública se hace sin llamar a las cosas por su nombre, salvo en los sectores radicalizados de las dos puntas del espectro político, que consideran que quienes nacieron en Francia de padres o abuelos extranjeros están condenados a ser meros “franceses de papel” o los que aseguran que los “racializados” (como llaman a las personas no blancas) jamás serán integrados por un Estado francés enfermo de un “racismo sistémico” y cuya única expiación posible es el desmantelamiento de la nación que los colonizó en su momento.
La crisis de la asimilación
Hace 40 años que germina en Francia el malestar que estalla periódicamente con la forma de automóviles quemados y enfrentamientos con la policía, que tiene su antecedente más espectacular en los disturbios de octubre de 2005 en Clichy-Sous-Bois, cuando dos jóvenes musulmanes de origen africano murieron electrocutados al esconderse en un transformador huyendo de un control policial. Pero el malestar no sólo toma la forma de coches incendiados así como todo lo inflamable que encarne al Estado francés: jardines de infantes, escuelas, alcaldías, oficinas de correo, bibliotecas. Se manifiesta cuando Francia se convierte en el primer reservorio europeo a la hora de engrosar filas del Estado Islámico en Siria e Irak; cuando cada verano reflotan las polémicas con el burkini en las piscinas públicas, el velo y las exigencias de no poner cerdo en el menú en las escuelas, la prohibición de la burka en la calle, el juicio por blasfemia a Charlie Hebdo, sin hablar de los atentados. La negativa a estrechar la mano de colegas femeninas en la función pública, pedir espacios de plegarias en el trabajo, negarse a hacer un minuto de silencio en homenaje a las víctimas del Bataclan o al profesor Samuel Paty, decapitado tras padecer una campaña de familias y centros religiosos por atreverse a mostrar una caricatura de Mahoma en la clase sobre libertad de expresión. Cada vez, la pregunta es cuán reñidas están estas actitudes con el ser francés, hasta qué punto funciona o fracasó la asimilación, en qué medida es el racismo o la situación económica el responsable del fracaso. Incluso cuando es motivo de alegría, el fastidio brota en Francia, como en 1998, cuando el equipo multicolor de los Bleus gana el Mundial y es criticado por la extrema derecha, o en 2018, cuando los propios jugadores del seleccionado tricolor de origen africano deben salir a afirmar que son franceses ante personalidades de izquierda que celebran “una copa de África” por sus jugadores negros. La pregunta, en definitiva, es qué es ser francés.
El presidente conservador Nicolas Sarkozy organizó en su momento un debate nacional sobre el tema y fue sepultado por acusaciones de oportunismo electoralista, racismo y, finalmente, desinterés. Los gobiernos sucesivos trataron de crear, en vano, un “islam francés”, desprendido de la influencia interesada de los gobiernos del Magreb y las petromonarquías del Golfo, que financian las mezquitas locales y la formación de los imanes desconectados de la realidad del país al que llegan a predicar.
Francia tiene un conflicto con su propia identidad. Los crímenes de la colonización primero y la colaboración con el régimen nazi en la deportación y exterminio de judíos después generan la sospecha y el rechazo de todo lo que pueda parecerse a los arrebatos nacionalistas y ajustarse a un modelo. La exhibición misma de la bandera tricolor puede ser vista como una forma potencial de fascismo. Que el jugador de la selección cante o no la Marsellesa es comentado y analizado como una adhesión o rechazo al país.
Definiciones en pugna
Existen varias definiciones en pugna de qué es ser francés, y ninguna parece del todo satisfactoria. Lo que dicen los adolescentes en el video no es más que lo que, con otras intenciones, expresan Marine Le Pen, Eric Zemmour y buena parte del partido conservador Los Republicanos: una distinción entre “franceses administrativos” y franceses “de corazón”. A esto hay que agregarle las particulares concepciones históricas de francés “de souche”, de “pura cepa”, perteneciente a una nación milenaria hija predilecta de la Iglesia o “de rama”, para los que se convirtieron tardíamente en franceses sin poder alcanzar el pedigrí absoluto.
Desde el liberalismo republicano, existe la noción de que ser francés es una concepción del mundo, un idioma, un compromiso por la libertad, los derechos humanos y el “savoir vivre”. Sin embargo, Francia no tiene el monopolio ni del idioma francés (hablado en Bélgica, Suiza, Canadá y distintos países de África) ni de esos valores. Para la izquierda, francés es un significante vacío; sostiene que “Francia fue siempre una tierra de inmigrantes” y que hacerse la pregunta de qué es ser francés es ya una reflexión racista. Es difícil convencer a gente que se instala en un país de que ame una patria de la que los locales desconfían.
Lo cierto es que los italianos, judíos polacos, portugueses, españoles que huían del franquismo se asimilaron en una generación y cortaron inmediatamente los lazos con sus países de origen. Igual ocurre más recientemente con chinos, polacos católicos o ucranianos.
No pasó lo mismo con las excolonias, donde la relación entre las capitales de ambos lados del Mediterráneo sigue marcada por el recelo y el resentimiento, con una permanente exigencia del deber de memoria, el reconocimiento de los males del colonialismo como una herida que es oportunamente explotada por los dirigentes magrebíes, ya que es uno de los pocos temas que federan a las silenciadas opiniones públicas locales.
La influencia de las corrientes “decoloniales” e indigenistas en las universidades francesas, la Critical Race Theory importada desde Estados Unidos con el movimiento Black Lives Matter, sumado a la izquierda radical de Jean-Luc Mélenchon, que se ha volcado de lleno a las políticas identitarias para seducir a un nuevo electorado “racializado”, echan permanentemente leña al fuego de las heridas abiertas de un contencioso histórico irresuelto. La vieja izquierda, encarnada por el Partido Comunista y el Partido Socialista francés, pide en vano al líder de la coalición progresista que llame a la calma.
El modelo republicano francés se enfrenta a una crisis existencial, tironeado por el tribalismo, la exacerbación de las identidades étnicas y religiosas, el cuestionamiento de pilares fundamentales de su edificio, como el laicismo y su modelo de integración a través de la escuela. Además, el modelo asimilacionista es visto ahora como un ataque eurocentrista a los particularismos, celebrados por el modelo anglosajón, donde cada comunidad vive según sus normas.
La definición de qué es ser francés ha quedado estrecha, y no hay acuerdo de cómo debe ser la nueva. Mientras no exista una que se ajuste a la realidad de lo que es hoy Francia, los barrios van a seguir ardiendo.
Información de: Infobae