Marianela y Juan Manuel se hicieron amigos en la adolescencia. Él fue testigo de cómo la salud de ella se fue deteriorando hasta llegar a un diagnóstico de “insuficiencia renal crónica terminal”, por eso decidió ofrecer su cuerpo para ayudarla a vivir. En el Día de la amistad, la historia de dos amigos que ahora se consideran “hermanos”.
Se conocieron cuando ella tenía 18 años, él 19, y enseguida formaron, junto a otros adolescentes, un grupo de amigos. Hacían lo que hacían los amigos de esa edad cuando el mundo era un lugar sin celulares: salían a bailar, a comer, a veces sólo dejaban juntos el tiempo pasar.
Marianela era muy activa, especialmente alegre: iba y venía a danzas, daba clases de danzas españolas, de folclore y de tango, se preparaba para entrar a la universidad, quería ser psicóloga. Juan Manuel, mucho más silencioso y observador, quería ser enfermero.
Todos en el grupo sabían que Marianela había nacido con un problema de salud, veían que tomaba algunos medicamentos, muchísima agua y seguía una dieta especial, aunque “al principio era eso nomás, así que pasaba un poco desapercibido”, cuenta él a Infobae.
Nadie -ni ella- imaginó lo rápido que iba a llegar a una situación límite.
Marianela Rodríguez Fábrega había nacido con una malformación congénita en los uréteres, que son los conductos por los que desciende la orina desde el riñón a la vejiga. “Yo sabía que algún día iba a necesitar un trasplante pero siempre lo imaginé como algo lejano, no sé, a los 50, 60 años”, cuenta a Infobae ella desde San Juan, donde viven los dos.
Tenía 21 años, sin embargo, cuando su función renal empezó a caer en picada. “Sentía mucho cansancio, fatiga, estaba muy descompuesta, muy decaída. Los riñones se encargan de limpiar las toxinas de la sangre, lo que sentís es que tu cuerpo está intoxicado”.
Tuvo que empezar a hacerse diálisis, y no ocasionalmente. “Fue un cambio rotundo”, sigue. Marianela llegaba al centro de salud a las 5 de la mañana, salía 5 horas después y nunca sabía cómo, porque lo mismo que la mantenía con vida la dejaba a veces con unas náuseas imposibles, descompuesta, otras con la presión altísima.
Eso tres veces por semana por lo que la vida, tal como la conocía, se frenó.
Juan Manuel Romero y Gema -que entonces era su novia y también era parte del grupo de amigos- vivieron de cerca lo que le iba pasando a Marianela. “Fue un baldazo de agua fría para todos cuando nos contó que tenía que empezar con diálisis tan pronto”, recuerda él.
Todos los amigos se habían conocido después de haber hecho un retiro espiritual. “De repente -interrumpe Marianela- yo me dializaba día por medio, así que ya no podía irme ni un fin de semana”.
Todos veían cómo la vida se le había puesto difícil, “pero a la vez ella le ponía mucha onda, ya no podía hacer danzas pero seguía estudiando”, cuenta Juan Manuel. Es que Marianela había decidido usar las horas que pasaba “atada a una máquina” para estudiar y no tener que dejar también la facultad.
“Yo usaba esas horas para estudiar, a veces los enfermeros o los doctores me tomaban. Pasábamos tanto tiempo juntos que los veía más que a mi familia”, recuerda ella, que se recibió de Licenciada en Psicología en la Universidad Católica de Cuyo estando en diálisis.
Mientras algunos de sus amigos se casaban, se iban de viaje por el mundo y tenían a sus primeros hijos, Marianela iba quemando sus naves para sobrevivir. Necesitaba un trasplante de riñón, también su hermana melliza, que había nacido con la misma malformación congénita.
Su mamá se ofreció a ser su donante, pero los resultados le dieron un golpe más: no eran compatibles. “Lo intenté con mi hermano, con un tío y con una prima: cuatro familiares y ninguno era compatible”, sigue ella.
“Los estudios que hay que hacerse para ver si hay o no compatibilidad son invasivos así que yo quedé muy desgastada. Además estaba lo emocional: ilusionarte tantas veces de que vas a salir de esa máquina a la que estás atada y después soportar la desilusión cuando no se da”.
Los pacientes en diálisis que necesitan un trasplante no tienen demasiadas opciones: si no cuentan con un familiar que quiera (y pueda) donarles un riñón, entran en la lista de espera de donantes cadavéricos (que tiene, en promedio, un tiempo de espera de entre 5 y 7 años).
¿Por qué tanto? Según las estadísticas actuales del INCUCAI, de todas las personas que están en lista de espera para un trasplante, casi el 80% espera un riñón.
La hermana melliza de Marianela lo había logrado: el marido había resultado compatible así que él había sido su donante. Pero Marianela llevaba casi seis años en diálisis y todas las opciones familiares se habían agotado.
“Mi cuerpo ya había perdido muchas funciones, la diálisis es un tratamiento que tiene cierto tiempo. No quería ilusionarme más así que cuando el último intento de hacerlo con un familiar fracasó dije ‘dejo de insistir y espero’”.
Habían probado también con lo que se llama “trasplante cruzado”, es decir, si su mamá era compatible con otra persona desconocida podía donarle un riñón y el donante del otro donárselo a Marianela. Pero su mamá se enfermó, por lo que tuvieron que suspenderlo.
“Yo dije bueno, hasta acá”, sigue ella.
Lo que no sabía era lo que Juan Manuel, su amigo silencioso y observador, venía masticando en esos silencios.
El shock
“Pasaban los años y yo veía que ella seguía probando con sus familiares y nadie podía donarle”, retoma él. “La brecha se seguía achicando, y yo siempre había tenido la idea de ayudarla dando vueltas en la cabeza”.
Era 2016, Juan Manuel ya se había recibido de enfermero, trabajaba en el Hospital Rawson de San Juan, ya tenía una hija de 6 años y estaba a dos meses de casarse con Gema, su novia de siempre, cuando le contó lo que venía pensando.
“Me gustaría donarle un riñón”, le dijo. Gema sabía que el hombre con el que estaba por casarse era capaz de hacer eso por una amiga, así que lo apoyó.
“Igual podíamos no ser compatibles, ya le había pasado cuatro veces. No la quería ilusionar, ella ya estaba muy bajoneada”, sigue él. Y se refiere a que, en ese entonces, Marianela también había tenido que someterse a una cirugía de paratiroides por los problemas de presión que le había causado diálisis.
Unos días después del casamiento, Juan Manuel y su esposa la invitaron a cenar: “Y en un momento le dije ‘mirá, vengo pensando hace tiempo que te quiero donar el riñón. La idea no se me va. Yo sé que la línea es muy fina pero el no ya lo tenemos, necesito que lo intentemos por lo menos”, reconstruye él.
“Me quedé paralizada -dice ella y sonríe con toda la cara-. No podía dimensionar el tremendo gesto de amor que implicaba ofrecerme una parte de él, creo que todavía no puedo dimensionarlo”.
Marianela no quería que él sufriera consecuencias así que abrió todos los paraguas: “¿Y si algún día tu hija necesita tu riñón? ¿y si atenta contra tu calidad de vida?”.
Juan Manuel responde ahora: “Son preguntas que todos nos hacemos, pero bueno, también fue como que dije ‘si vamos a vivir en el ‘qué podría pasar’ nunca vamos a hacer nada. Si pienso en ‘¿y si salgo a la calle y me pisa un auto?’ no hago nada. Nadie en mi familia tenía una enfermedad crónica que me indicara que podía necesitar un riñón…”.
Las y los médicos, además, les aseguraron que si él cumplía con los requisitos para ser el donante iba a tener luego la misma calidad de vida que tenía.
Los estudiaron minuciosamente durante meses hasta que Juan Manuel recibió los resultados en el hospital. A mediados de 2017 tocó el timbre en la casa de su amiga con el papel en la mano. “Éramos compatibles, nos dimos un abrazo que no voy a olvidar nunca”, cuenta ella.
Ahora faltaba la parte legal, porque era una donación entre personas vivas no relacionadas. Tenían que demostrar que era un acto gratuito y voluntario. Es decir, que no había una venta de órganos, dado que “los derechos sobre el cuerpo humano o sus partes no tienen un valor comercial sino afectivo, terapéutico, científico, humanitario o social”, dice el fallo judicial.
“Una prueba de amistad”, traduce ella. “Tuvimos que relatar cómo nos habíamos conocido, presentar como 200 fotos, nos hicieron pericias psicológicas y psiquiátricas, a lo que se sumó un informe de la trabajadora social”.
Cuando le preguntaron a Juan Manuel por qué quería donarle un riñón, contestó: “Es un acto de amor, de un amor sublime”, dice el fallo. La Justicia tardó casi dos años en expedirse hasta que concluyó que él tenía “el deseo de acompañar a su amiga de la adolescencia, dándole una posibilidad para que continúe viviendo”.
Para ese entonces el diagnóstico de Marianela ya era “insuficiencia renal crónica terminal”.
El 13 de agosto de 2018, tras la autorización judicial, Juan Manuel y Marianela entraron a la Fundación Favaloro para que él pudiera donarle un riñón. Cuando ella se despertó -cuenta ahora- ya sentía la diferencia.
Pronto volvió a danzas, empezó a ejercer como psicóloga y ahora está en pareja. Él no toma ninguna medicación, sigue en su trabajo de siempre. Dos años después de estar viviendo con un sólo riñón volvió a ser papá.
“Yo siempre le digo a Juanma que se ha transformado en mi hermano. Tengo una partecita de él que es la que me permite seguir con vida, disfrutar de mi vida”, cierra ella. “Yo lo amo con toda mi alma pero sobre todo lo admiro. Admiro lo que fue capaz de hacer. Todos los días agradezco que haya aparecido en mi vida a través de nuestra amistad”.
Para él no hubo nada heroico. “A mí no me cambió mucho la vida pero sí pude ver cómo cambió la de ella. Volvió a ser la que yo había conocido, estaba alegre otra vez. Un día me dijo ‘hace una semana que no me duele nada’. Yo le pregunté ‘¿pero todo el tiempo te dolía algo?’. Y ella me dijo ‘ajá’. ‘Wow’, pensé: eso que para mí fue un pequeño paso para ella era un mundo”.
Información de: Infobae