Como casi todo el año, hace calor en el municipio antioqueño de San Jerónimo. Pero desde hace dos meses, los niños de la escuela pública rural ‘El Rincón’ encontraron un lugar mucho más cómodo en el que atender las clases (y jugar en el recreo): el aula sostenible. Esta construcción de 31 metros cuadrados hecha a base de palma natural tejida, postes de madera inmunizada y ecomuros con llantas rotas y botellas de vidrio se diseñó para que la circulación del aire favoreciera la ventilación natural. Esta fue una de las sugerencias que hizo la propia comunidad cuando los arquitectos les preguntaron: ¿Cómo te imaginas la primera escuela sustentable de Colombia?
La idea surge de Tagma, una asociación civil dedicada a desarrollar proyectos innovadores con eje en educación y sustentabilidad en Latinoamérica. Ya son nueve en toda la región, pero el país andino estaba en la mira desde antes de la pandemia. La covid frenó también esta iniciativa, que se puso en marcha en 2021. El objetivo era claro: construir el primer colegio autosostenible, con un sistema de aguas autónomo, energía solar, compostera, tratamiento de residuos, huerto, e incluso hotel para insectos —una pequeña colmena con cañas de bambú, ramas, cortezas y hojas para atraer todo tipo de bichos—, en el que la educación ambiental saltara de los libros a la práctica.
La iniciativa no es única en la región: una escuela móvil en Perú, un domo geodésico de 40 metros cuadrados en Uruguay, el Plan Selva en la Amazonía peruana… Los ejemplos públicos y privados en el continente son cada vez más, aunque siguen siendo una excepción en el modelo educativo. Y, a veces, ni siquiera su creación hace que la educación ambiental esté garantizada o sea transversal. Alejandro Álvarez Vanegas, profesor del Área de Sistemas Naturales y Sostenibilidad de la Universidad privada colombiana EAFIT, cree que aún “falta mucho” para vislumbrar una educación que valore tanto la formación social como la ecológica. “Otro de los retos es reconocer nuestros entornos y dejar de pensar que todos los campus deben ser iguales. Hay que tener en cuenta aspectos climáticos, culturales, geográficos. No valen los mismos manuales para todos los países”.
Esta misma crítica la hace Alejandro Echeverri, director de URBAM, el Centro de Estudios Urbanos y Ambientales de la Universidad EAFIT a las certificaciones de sustentabilidad. “Los criterios de las corporaciones que los emiten no siempre están a la par de las condiciones y las prioridades del lugar, en este caso Latinoamérica. Creo que donde se tienen que centrar los esfuerzos es en buscar soluciones inteligentes de bajo impacto ambiental”. Usar bien las sombras y la circulación del aire, orientar a conciencia las edificaciones y buscar cómo aplicar energías renovables son algunos de los ejemplos que propone. “La arquitectura está concluyendo lecciones extraordinarias, pero hay que hacer un cambio de mentalidad y repensar cuáles son las prioridades”.
Si en algo coinciden los expertos es que la mitigación del cambio climático pasa ineludiblemente por la educación. Pero según el informe ‘Aprender por el planeta’, publicado por la Unesco, más de la mitad de las políticas educativas y los planes de estudios examinados en los 46 países miembros no mencionan siquiera el cambio climático. Y solo el 19 % hace referencia a la biodiversidad. Bibiam Díaz, experta en educación de la CAF-banco de desarrollo de América Latina es tan crítica como optimista. “Se ha avanzado mucho, pero se sigue viendo la sostenibilidad como una materia, no como algo integral en el desarrollo de las habilidades del niño. Aún no es suficiente”, dice. “Tenemos que centrarnos también en la formación de docentes, porque sin ellos muy difícilmente se va a transmitir el conocimiento a los estudiantes. Y estos sí quieren saber más de medio ambiente; quieren participar activamente y tenemos que darles las herramientas para hacerlo”.
Para Ana Kondakjian, coordinadora de educación de Tagma, la primera red de escuelas públicas sostenibles, una de estas herramientas es el propio edificio. “Los predios son herramientas pedagógicas. Todo lo que opera en una escuela tiene que ver con la educación”, apunta por teléfono. La filosofía de la ONG es trabajar con los beneficiados: vecinos, docentes, alumnos e institución pública. “Tiene que haber un compromiso real, sobre todo desde lo público. Ellos son a quienes más les interesa que esto perdure en el tiempo”.
Yurley Natalia Berrio, secretaria de Educación, Cultura, Recreación y Deporte de San Jerónimo, coincide y explica sin dudar desde su oficina cuál es el siguiente paso: replicar el modelo. “Ahora estamos en una fase en la que la comunidad se está nutriendo de esta construcción. Estamos viendo qué parte del currículo se puede llevar al aula y cómo trasladarlo a otras escuelas rurales similares. Queremos sacarle el jugo”.
Agachada frente a un pedazo de tierra con cuatro matas de col, Javiana, de nueve años, se seca el sudor con una mano mientras con la otra retira las malas hierbas. “Toca estar pendiente, profe”, dice, “si no no, no nos crecen”. Jerónimo, de 10 años, la observa desde la puerta de la escuela El Rincón, parte del Instituto Agrícola, apoyado con el porte de un señor. “Al menos le tocó eso”, se queja. “A mí me toca recoger los ‘regalitos’ de los perros para el abono”. Juan Diego Parra, docente de la escuela ‘El Rincón’, sacude la cabeza entre risas. “Ellos prefieren estar siempre acá. A veces cosechamos cilantro y hierbabuena y se lo llevan para la casa. Otras, nos recuerdan que toca regar las matas… Es fácil cuidar lo que uno siente como suyo. Y ellos lo sembraron prácticamente todo”, dice.
Es fácil cuidar lo que uno siente como suyo. Y ellos lo sembraron prácticamente todoJuan Diego Parra, docente de la escuela ‘El Rincón’
Involucrar a las comunidades es la base sobre la que se sostienen estos proyectos. “Si llegas a una vereda y simplemente entregas un edificio, difícilmente se van a apropiar del espacio”, zanja Laura Correa, arquitecta asociada de Plan B y líder del proyecto. En menos de 30 días se levantó esta aula, el domo y la huerta escolar. Pero antes hubo nueve meses de planificación y de encuentros con padres de familia, las mesas ambientales de la zona y Tagma y la firma de arquitectura, liderada por Federico Mesa y Felipe Mesa. “Esto es el fruto de la imaginación colectiva”, añade Kondakjian. “Somos muy conscientes de que nosotros venimos de fuera, con la mejor intención, sí, pero quienes van a habitar el espacio son ellos”.
Luego de la construcción, la ONG, financiada por empresas y donantes particulares, se centra en darles seguimiento a estos centros. Esta es una de las características que más destaca Correa: “Ya habíamos hecho proyectos sostenibles, pero este fue un paso más allá. La mirada ‘verde’ no era un complemento, era la columna vertebral de todo”.
Los expertos coinciden en que si bien existe una voluntad real y, sobre todo, una demanda incipiente en repensar la arquitectura y los espacios que habitamos y el impacto que tienen en el planeta, muchas ideas se quedan en una declaración de buenas intenciones. “Estas escuelas tienen que empezar a ser la norma”, dice Kondakjian. “No la excepción”.
Información de: El País