Tirada en su cama del hospital y respirando con dificultad Ángela (57) sabe que tiene poco tiempo para hablar. Está en la habitación 302. La lámpara dorada que cuelga del techo refleja los rayos del sol que entran por la ventana. Le dan directo en sus pupilas y la enceguecen. Solo eso le queda del mundo exterior que está segura ya no volverá a ver. De esta internación no sale viva. Lo sabe perfectamente. En este momento está sola y su cabeza gira a mil. Se siente entregada, el enojo y el miedo han desaparecido. Esto era el final. Lo más temido. Ella se irá y el mundo seguirá orbitando mientras su cuerpo es depositado en una caja de madera y su familia se seca las lágrimas esperando que todo suceda rápido. En algún punto, la asquean los llantos, no sirven de nada. Eso le ha dicho a su marido ayer que la miró horrorizado por su crudeza. La que se despide es ella, aunque nada quiere menos en el mundo. Es en este momento, cegada por la luz de uno de sus últimos soles, que lo decide: todavía tiene fuerzas y voz para pronunciar las frases que tiene detenidas en su garganta desde hace tiempo.
Busca el grupo familiar en WhatsApp y les graba un mensaje. Quiere que todos vayan al filo del horario de visitas, que hagan el esfuerzo de ser puntuales. Tiene que decirles algo muy importante. Sus cuatro hijas y su marido responden minutos después que ahí estarán. Cuando llegan dejan sus camperas y carteras en el recibidor de la habitación, Ángela las escucha murmurar. Seguro que hablan de su muerte. Intuye sus caras retorciéndose en la inútil tarea de tragarse el llanto. Entran, la besan e intentan sonreír. Se sientan a su alrededor. El último en llegar es su marido Facundo que, después de saludar, se queda parado contra la ventana. No puede verle la cara a contraluz. Por ahí, es mejor.
Ángela arranca sin anestesia. No hay un café de por medio, ni palabras socialmente amables, solo la verdad que ha venido callando desde hace 27 años. Un secreto bien guardado desde que ella tenía 30.
Hoy, antes de morir, confesará algo que hará temblar los cimientos de la familia perfecta.
Una vida como tantas
Ángela y Facundo se conocieron por amigos en común en una fiesta y se casaron cuando tenían los dos 23 años. Ella había empezado a trabajar como maestra de inglés en un colegio privado y él era un abogado recién graduado que había ingresado a la Justicia.
Una vida de clase media más o menos resuelta. Casa con jardín pequeño en el gran Buenos Aires y vacaciones en Pinamar. Con el tiempo fueron llegando las hijas: Brenda (31 al momento de la confesión), Anais (29), Melina (27) y Rufina (25). Sin mayores sorpresas pasaron los días, los meses, los años. Constituyeron una familia que funcionaba como un reloj sincronizado. Solo les faltó tener el hijo varón que tanto quería Facundo. Pero la economía no daba para seguir probando. Deportista fanático, en vez de fútbol o rubgy, terminó asistiendo feliz a los partidos de hockey de sus hijas.
Así transcurrieron las primarias, las secundarias y las universidades. La última en recibirse fue la menor que hoy es abogada como su padre.
Pero el relato que hoy revelará Ángela en su lecho mortal involucra a su tercera hija: Melina. La rubia, la alta, la díscola y, también, la más distinta.
La visita
Treinta años antes de que Ángela esté próxima a morir, la familia tuvo una visita. Era un viejo amigo de Facundo, un compañero del secundario que se había ido a vivir hacía décadas a los Estados Unidos: Martín. Un gran reencuentro de ex alumnos fue la principal excusa para que este empresario regresara a la Argentina. Pasaría poco más de un mes en Buenos Aires. Jill, su mujer norteamericana, quedó en Boston y sus dos hijos en sus respectivas universidades norteamericanas. Martín aprovechó el tiempo para visitar a todos sus familiares y amigos de primaria y secundaria. Facundo lo esperó con un asado sorpresa al que había invitado a los más amigos del colegio. Lo pasaron tan bien que repitieron esa invitación dos veces más. Con la excusa del alcohol en cada asado Martín se quedó a dormir en el escritorio de la planta baja de Facundo y Ángela.
Ella puso la mesa cada vez que fueron, preparó las ensaladas y los dejó disfrutar solos. Pero como Martín tenía un colegio en los Estados Unidos donde daban clases de español con Ángela tuvieron mucho en común para conversar: la educación. Pegaron onda. Había chispa entre ellos. Sonrisas y gestos cómplices. A Ángela se le despertó una veta dormida por la fuerza de los check list cotidianos: la sensualidad.
Una de esas noches, después de que Ángela lavara los platos y Facundo se fuera a dormir bajo los efluvios del alcohol, ellos se quedaron en la galería conversando y mirando el cielo. Las chicas también dormían. A las dos de la mañana, con la excusa de ir a comprar un remedio para el dolor de oído de Martín -le había entrado agua bañándose en la pileta- salieron con el auto a buscar una farmacia de turno.
Los detalles de esa noche nadie los sabe -nadie preguntó y ella no los reveló- porque esta historia la relata Melina. El resultado de ese paseo a la farmacia, fue que Ángela volvió embarazada. Claro que de eso se enteraría después de que Martín hubiera partido en su avión de regreso a Norteamérica.
“Nadie lo sabe, pero lo que yo creo es que, con la calentura que tenían, se fueron a un hotel alojamiento”, aventura Melina.
La confesión
Cuando Ángela se enteró de que estaba embarazada, al comienzo, no se preocupó demasiado. Con Martín había sido solo una vez. Además, con su marido también había tenido relaciones. Pero cuando Melina empezó a crecer las dudas la asaltaron. Esto sí se los contó ese día desde su cama de enferma. Las dos mayores eran castañas como ellos y muy bajitas. Melina, en cambio, era muy rubia y altísima. Como Martín.
Ángela no encontró mejor remedio que acallar sus dudas y seguir adelante. Como si nada. Nadie conocía su desliz, ¿quién iba a sospechar algo? Solo ella tenía el recuerdo preciso de ese amor fogoso de una noche. Y Martín claro, pero estaba en Boston, ajeno a todo. Y jamás habían vuelto a hablar. Por suerte, Facundo y él tampoco se contactaban mucho más que para los saludos navideños.
Lo que les dijo Ángela esa tarde en la habitación 302 fue más o menos así:
“Tengo algo muy serio que decirles. Nunca pensé que me animaría, ni que sería en estas condiciones. Me da culpa y vergüenza, pero creo que les debo la verdad. Y quiero que estén todos juntos porque ya son grandes y no hay tiempo para la diplomacia. Facundo, ¿te acordás de aquella visita de Martín hace 27 años?”
El silencio de la habitación era ensordecedor.
Ángela prosiguió.
“No sé cómo decirlo… pero fue una sola vez. Fuimos a la farmacia para comprar unas gotitas… No sé si me van a poder perdonar (lloraba y ya no se le entendía bien), sospecho que Melina, que vos Melina, podrías ser hija de él”.
La miraron estupefactos. Melina se sintió vacía. Como si de pronto se le hubiera desinflado el mundo. Las palabras le llegaban desde lejos, estaba cerca del desmayo.
“Recuerdo haber pensado… ¿Es necesaria esta confesión? ¿Qué podemos decirle si se está muriendo de cáncer de páncreas?”, rememora Melina.
El tsunami emocional fue tremendo. Las hermanas querían consolar a la víctima de la confesión: Melina. Pero Facundo también se sentía víctima de una traición. Nadie sabía qué decir, ni qué hacer. Ángela seguía pidiendo perdón y, entre sollozos, aconsejó que para la paz emocional de la familia Melina podía hacerse un examen de ADN.
Terminaron abrazados sobre la cama, pero la cabeza de cada uno estaba enfrascada en su propia turbulencia.
Ángela, fue la única que sintió paz y se los hizo saber.
Con la bomba arrojada, había ahora que reconstruir lo que quedaba.
Martín, el ausente
Melina se realizó el examen de ADN. Los resultados llegaron cuando Ángela ya había muerto. Su padre no era Facundo. Sus hermanas la apoyaban, su padre la sostenía a pesar de su propia desazón, pero su psiquis tambaleaba.
“Un padre es quien está”, le decía Facundo, “Yo no te quiero menos porque no hayas salido de una célula mía. Sos y serás mi hija para siempre”. Pero la procesión había que atravesarla. Melina necesitó terapia. Y se refugió en el primer novio que encontró. Fueron unos meses desastrosos hasta que las cosas comenzaron a volver a su eje.
“Lo primero que hice cuando empecé a recobrar la cordura fue dejar ese novio que era un mal parche. Después empecé a cuestionarme si debía o no contactar a Martín. En eso estoy desde hace dos años. No me decido. No quiero lastimar a papá. Para él fue una doble traición, una estafa emocional. Y aunque ya casi no hablaba con Martín, sé que le duele mucho. Porque encima se quedó viudo. ¡Es muy difícil enojarse con un muerto! Además, sé que él cuestiona cómo mamá manejó su confesión. No le gustó que no lo preparara para lo que nos iba a decir. Eso lo expuso mucho, lo dejó al margen. La verdad es que no me siento libre para llamar a Martín. Tampoco estoy para un rechazo afectivo. Seguro que desconfía de lo que diga yo, por ahí no quiere hacerse un ADN o puede creer que lo que me interesa es su dinero. Por ahora, prefiero preservarme. Pero también me intriga y me da miedo que le pase algo antes de que yo decida verlo… ¿Por qué mamá habló? No lo sé. Al principio me enojé mucho con ella. La odié aunque se estaba muriendo. Le deseé la muerte en ese instante con toda mi alma. No sabés la culpa que tengo con esas sensaciones. Las hablo mucho en terapia. Pero cuanto más pasa el tiempo, más me convenzo que es mejor saber la verdad. Aunque sea tan dura. Las raíces, tus orígenes, por más que sean fortuitos, tenés que conocerlos. En esa etapa estoy tratando de reconciliarme con lo que hizo y dijo mi mamá. Intentando perdonar y de sostener a papá”.
Y ¿por qué Melina quiso hablar y contar esta historia en Amores Reales? Lo explica ella: “Porque quiero considerarme fruto de un amor real o de una pasión real, aunque haya sido un momento. Porque creo que debe haber muchos casos como el mío. Porque es catártico hablar. Y porque, después de todo, no sé qué haré yo con mi vida y no puedo erigirme en juez de mamá y condenarla. Ella nos amó, nos cuidó y también sé que quería a papá. Martín fue un accidente de amor, un instante sublime me trajo a la vida y debo estar agradecida”.
Información de Infobae