Lucía Zegarra Ballón se inscribió en una casa de formación religiosa cuando tenía apenas 16 años. Se mudó de Arequipa, Perú, a Chaclacayo, Lima, para convertirse en monja. Una década después la vida la llevó a un encuentro íntimo con el papa Francisco, a quien le preguntó sobre el amor y le dijo: “Ya no soy católica y estoy más tranquila, me siento más feliz”
Unos anteojos de marcos gruesos y transparentes cubren gran parte de su rostro. Su pelo es corto y enrulado. Usa collar, aros y pulseras. Luce un top de tono marrón debajo de una camisa multicolor de manga corta, unas calzas oscuras que solo cubren sus muslos, una riñonera con varios pines y unas sandalias beige. Está sentada en un banco de madera sin respaldo. Su testimonio es el último. Ya habían contado quiénes eran y qué hacían ahí una persona no binaria, un agnóstico, una víctima de abuso sexual en un colegio religioso, una catequista a favor del aborto, una madre que vende contenido para adultos en plataformas digitales, un migrante senegalés, una migrante ecuatoriana, una estudiante estadounidense de raíces indias, una adolescente devota del cristianismo. Le toca el turno a ella. “Soy Lucía, tengo 25 años y soy de Perú”, anuncia.
Lo que prioriza después de decir su nombre, su edad y su nacionalidad es información susceptible al escenario, obedece al contexto. Cuenta que antes vestía hábito. Repite un verbo en pasado: “Fui monja, fui católica, fui creyente”. Se lo está diciendo al máximo referente del catolicismo. A menos de cuatro metros, el papa Francisco la escucha atenta. Es un relato disimulando una catarsis. “Mi fe nació desde el amor, desde la honestidad, desde una búsqueda muy sincera hacia dios y hacia las personas”, le cuenta. La descarga esconde un descontento y escala: “Ya no soy católica, ya no soy creyente, no sé qué existe, no sé que no existe. Y estoy más tranquila, me siento más feliz”.
Hace más de una hora había conocido al Papa. Lo había saludado con un beso. Ella y otros nueve jóvenes hispanos como ella y con ganas de hacerle preguntas como ella. No las mismas preguntas, ni las mismas inquietudes y cuestionamientos. Primero habían llegado los guardias suizos, quienes indefectiblemente impartieron una distancia. Asumió, en retribución, una posición defensiva. Le sorprende, al verlo caminar hacia la silla, su ancianidad. Cuando se sienta, todos los presentes notan el esfuerzo que hace para resolver un acto tan mundano. El mismo Francisco percibe el pasmo y explica que lo habían operado de la rodilla derecha hace tres días. “Estoy delante de una persona mayor”, interpreta Lucía.
El esfuerzo de Jorge Mario Bergoglio para sentarse es el mismo que hace ella para empatizar con él. Lucía Zegarra Ballón es psicóloga independiente, en las puertas de publicar su primer paper académico y dispuesta a forjar su camino como investigadora. Acompaña a personas que sufrieron violencia sexual y estudia la psiquis de sus perpetradores: su trabajo consta, por ejemplo, en hallar el rastro de humanidad en un violador. Con el Papa repite el ejercicio: agudiza la mirada para despojarlo de su custodia, de su túnica, de su sotana, de su discurso, de su naturaleza, de su aura. Y lo que ve, en un plano subterráneo, es a un anciano que está tratando de hacer las cosas bien. Distingue en él un rastro de humanidad, pero le cree poco. De las personas católicas, dice, siente desconfianza.
Para que Lucía no le crea al papa Francisco hubo un pasado. Nació en el seno de una familia de fe católica en Arequipa, una ciudad al sur de Perú rodeada de tres volcanes. Creció absorbiendo información y haciendo preguntas. La curiosidad la dominaba. Quería vivir una vida que tuviera sentido. Abordó la adolescencia con una voracidad crítica. Tenía solo quince años cuando un grupo de jóvenes carismáticos y atractivos la persuadieron. Eran catequistas reclutando inscripciones para el programa de confirmación en los recreos del colegio. Entró en la rueda de un voluntariado: la invitaban a misa, le regalaban libros, la convocaban a casas de monjas a hacer pijamadas, le inocularon el dogma católico. En medio de un proceso de gestación de su propia identidad, halló reparo y respuestas en este colectivo. Se mudó a Chaclacayo, Lima, a vivir en la casa de formación de una congregación religiosa. Para su familia y para sus amistades fue un sismo. Su posición, en cambio, era definitiva y antipática. “Si no lo entiendes, entonces no es mi problema”, respondía. Estaba convencida: quería ser monja.
Ahora, diez años después, desde una locación secreta en el barrio el Pigneto de Roma a veinte minutos de Santa Marta, el hogar del Papa, le dice al Sumo Pontífice que no es su primera vez en el Vaticano y otras cosas: “Llegué después de haber tenido muchas crisis de fe. Creo quedentro de la iglesia no solamente hay abuso sexual, sino también hay abuso psicológico. Creo que la formación religiosa está basada en el abuso psicológico. He vivido en una casa de formación en la que se me prohibió ver a mi familia, en la que se me prohibió tener una comunicación con personas: todos los mensajes, correos electrónicos, llamadas, eran monitoreados. No tenía acceso a la información, no podía salir de ahí. Traté de luchar con mi fe de todas las formas que pude hasta que finalmente llegué a Roma, al Vaticano, y se cerró el círculo”.
“He hecho una denuncia pública por abuso en la cara pelada de la máxima autoridad de la institución que me violentó a mí y a tantas otras personas”, gritó en su cuenta de Instagram el 17 de abril, ocho años y dos días después de haber huido de la casa de formación. En aquel 15 de abril de 2015 argumentó que debía abandonar el convento porque no podía hacer las cosas bien en un estado de salud calamitoso. Estaba orgánicamente enferma. Tenía las defensas bajas. La depresión y la culpa la habían derrumbado. Permanecer implicaba un riesgo de vida. Los médicos le pronosticaron un posible cáncer si continuaba bajo sometimiento. Nadar y jugar al vóley era lo que mayor placer le daba. Nada de eso podía hacer. Desertó. Había somatizado el abuso.
Recibió un respaldo tímido en su partida hasta que finalmente le devolvieron indiferencia y la olvidaron. Pasó del aislamiento de la casa de formación a la compasión de la casa de familia. Había padecido, según su juicio, “demasiada manipulación emocional”. Identificó los procesos de alienación en su experiencia cotidiana: “Me fui mal, deprimida, con ansiedad: me habían destruido. Cuando salí, mi familia me recibió con alegría. Me cuidaban mucho. Respetaban las decisiones que tomaba: era totalmente distinto a lo que había vivido ahí adentro”.
Lucía había dejado de ser monja pero no había dejado de ser católica. Siguió vinculada a novicias y curas de la congregación y a la fe religiosa. Asistía a misas de otras comunidades sin pertenecer a ellas. Estaba sanando su dolor. Estaba inmersa en un proceso activo de perdón. Quería condonar a las personas que la habían abusado psicológicamente y a los cómplices que habían silenciado esos despojos. “Rezaba mucho por ellos”, cuenta. A fines de 2017, se embarcó en un viaje espiritual por aquellos sitios sagrados del catolicismo. Ella, sus penas y su mochila. La ruta concluía en el Vaticano. Íntimamente sabía que era una vía para purgarse.
“De Madrid me fui a Ávila, donde estuvieron Teresa de Ávila y Juan de la Cruz, cuyas obras siempre me gustaron mucho. Luego me fui a Salamanca, para ir a Lisboa y Fátima. En Fátima me quedé varios días. De regreso a España, me fui a Palencia, para visitar la trapa, donde vivió el hermano Rafael, que era mi santo favorito. Luego seguí por el norte de España, pasé navidad en Lourdes y de ahí bajé a Barcelona y me fui a Roma. Por tramos me acompañaba mi hermana, pero la mayor parte del tiempo estuve sola y fue un viaje muy intenso a nivel espiritual y emocional. Mientras tanto, iba leyendo y escribiendo mucho. Creo que ya sabía que lo que venía era dejar el catolicismo…”, narra.