No son lo mío las búsquedas espirituales pero tras el diagnóstico necesité hacer algo más. Algo activo. Así, hice un recorrido por lugares que no había imaginado. Aquí cuento todo lo que pasó. El texto es parte del libro “Biografía de mi cáncer”, que se puede descargar gratis.
La noticia fue una bomba, siempre es una bomba. “Lesiones” había dicho la cirujana pero quería decir “cáncer”. Nadie quiere decir la mala palabra, así que la doctora no la dijo pero yo la entendí. Treinta y tres años tenía. “Lesiones”: cáncer de mama.
No soy persona de búsquedas espirituales, no es lo mío. Soy racionalista, cartesiana, concreta, con los pies en la Tierra. Por ese camino, no había muchas vueltas: ecografías, tomografías, quimioterapia, rayos, paciencia. Hay un punto en que “paciencia” es lo único que quedaba de mi parte. ¿Nada que pudiera activamente hacer?
Esa pregunta me llevó a buscar alternativas, sin pensar en dejar la medicina tradicional. Que acompañaran, que se ocuparan de mejorar mi calidad de vida, que me ayudaran a hacer algo por mí misma. Algo distinto de aguantar el ciclón de la quimioterapia, la espada ardiente de los rayos. No aguantar: hacer.
Así que entre estudio y estudio, entre trámites con la obra social y etcéteras, mi compañera Olga y yo nos metimos en otro mundo. Qué pasó es algo que cuento en Biografía de mi cáncer, el libro sobre esa experiencia que salió en su momento por editorial Sudamericana y ahora.
Aquí les dejo algunos fragmentos del libro, donde cuento ese recorrido.
“Biografía de mi cáncer” (Fragmento)
Todo el mundo tiene su médico y es urgente hacer una interconsulta, todo el mundo tiene su brujo y hay que verlo, todo el mundo tiene su médico chino, su macrobiótico, su naturista, su inmunólogo. Todos conocen un tumor terrible que remitió en un pase mágico. Mi contestador —no atiendo a casi nadie— se llena de números de teléfono: en Israel, una fundación recibe por fax los estudios y los hace ver por especialistas de todo el mundo; la dieta del doctor K reduce los efectos de la quimioterapia, una organización brasileña trabaja sobre las defensas de los que se dan quimioterapia, ¡leí en una revista…!, etcétera, etcétera, etcétera, etcétera. Digo que sí, sí, sí, pero no muevo un dedo al principio. Sin embargo, ¿cómo no buscar un tratamiento alternativo? ¿Cómo desconocer la indiferencia de los alópatas por el todo, la soltura con la que un especialista al pasar te dice “te van a salir llagas en la boca y en la vagina”?
Mi médico naturista, ese que me sacó el ardor en la boca del estómago, dice que no sabe nada de cáncer y me empuja afuera de su consultorio en, a lo sumo, tres minutos.
El desaire no me desanima. Mi amiga Gabriela me habla desde hace un año —cuando el cáncer era asunto de otros— de unos médicos paraguayos que hacen un tratamiento con yuyos. Que convirtieron el pomelo maligno que Ale tenía en el cerebro en una naranja y luego en nuez. Ya me resulta familiar el tratamiento de Ale, así que de toda la gente razonable que me llama y me pasa teléfonos elijo a Gabriela y sus brujos. Voy a verlos a un departamento sin número en un edificio del centro. Toco el timbre y me piden que espere unos minutos en un pasillo penumbroso, con un sistema de luces que se apagan solas una vez por minuto. Cuando abren la puerta sale una pareja, la señora se abraza con una cuarentona de pulóver rosa y jean, le dice gracias, gracias, gracias, y se entiende que lo que le agradece es su vida.
El departamento es mínimo, es horrible, en la pared hay pegado un póster de Jesús, de ésos en los que la imagen despide rayos de colores y la mirada del Cristo persigue siempre a quien lo mira. Plastificado. Con chinches. Del otro lado, el dibujo de un pie en el que se indica qué zona se corresponde con cada órgano del cuerpo, se ve que alguien ahí hace reflexología. Detrás, unas frases de Sai Baba que no retengo. Me siento frágil y la señora de pulóver rosa que me atiende es tan amorosa; tiene, se diría, el secreto de la vida en la mano y lo da con humildad. Lee la biopsia y dice ajá, pregunta cuándo me van a operar. Pregunta cuándo me van a operar, es decir, no entiende que ya me operaron, la doctora. Esto no es para racionales, esto es para desesperados, así que no me voy, me quedo y paso a la salita de al lado, a la camilla. Me revisa y dice que la operación está bien hecha, que ella busca y no encuentra ningún rastro de cáncer, que no parece que yo tenga cáncer, que seguramente no lo tengo más, que no lo tengo más. Pero…
La señora muestra un álbum de fotos y hay que ser necio para no admitir la rotunda mejoría de toda esa gente. Aunque se les hubieran muerto tres veces más pacientes que los que salvaron, a alguno salvaron, a los del álbum. La doctora —en la pared hay un diploma en terapias naturales, con foto— dice que son yuyos, pura naturaleza, que puedo ir a buscarlos a Asunción o ellos me los pueden hacer traer. Todo el tratamiento sale 1.500 dólares porque el traslado es caro y, en fin, hay que convencer a las azafatas de que traigan esos medicamentos ilegales. La doctora de pulóver rosa es afectuosa y yo hago fuerza para creer en ella pero no hay caso, su discurso ecléctico me da desconfianza, para intentarlo todo estoy yo, de ella esperaba alguna certeza.
En la calle despliego dudas: si es tan sencillo curar el cáncer, si nadie tiene por qué morir jamás, si es natural y hasta saludable el tratamiento… ¿por qué no se aplica como norma en todos los hospitales? Bueno, dice la vulgata, porque hay intereses, los laboratorios no se perderían ni locos semejante negocio, el poder médico no acepta sugerencias, su ruta. Pero si estos sanadores son tan buena gente y tienen en la mano, en la maceta de Asunción, el remedio para una enfermedad que lleva al sufrimiento, a la amputación, a la muerte… ¿por qué no hacer una campaña, salir en todos los diarios, liderar un movimiento de enfermos que empapen las paredes del Ministerio de Salud con el suero de la quimioterapia y exijan sus yuyos y el inmediato Premio Nobel para los que lo aplican? Las únicas respuestas son las fotos y la nuez de Ale. Y yo no tengo que hacer una tesis. Yo soy una desesperada más.
En nombre de estudios milenarios pido turno con un especialista en macrobiótica. Es delgado, tiene ojos celestes, está sereno. Me recibe en un salón amplio, lleno de colchonetas. Estamos descalzos. Escucha, pregunta. Mira las manos, los ojos. Dice que tengo un cáncer yin, expansivo. Duda de la quimioterapia y de los rayos. Pero si voy a hacer eso —y voy a hacerlo—, entonces él tiene una dieta para impedir que —terrorismo natural— esas drogas me ataquen el corazón y las arterias: té de llantén, desayuno con bollitos de mijo y calabaza y jugo de dos zanahorias, media manzana y media naranja, té de marrubio, arroz integral, gomassio, hakussai, papa ñame, hongos shitake, sopa de bacalao, sopa de porotos aduki con algas kombu… todo pesado, medido: 20 por ciento del plato con verduras cocidas, 50 por ciento cereales, 10 por ciento… Le digo que no, gracias. No quiero medicalizar mi vida hasta tal punto, no puedo convertir la comida en remedios. El hombre sonríe con la tranquilidad del sol naciente. “Te va a hacer bien”, asegura y su certeza me irrita. Justifica alimento por alimento. Es escandalosamente racional. Por primera vez me enojo: yo no quiero vivir como él propone, ni siquiera por un tiempo. Se lo digo. No soy japonesa, no quiero más elementos extraños en mi cuerpo, bastante ajenidad se metió hasta ahora. Trato de sonreír, darle la mano e irme en paz pero el saludo sale hostil y quiero llorar de alivio cuando salgo y vuelvo a mi asiento en el coche. Decido —lo sabré después— mantener el control sobre mi vida. Me angustia rechazar algo que sin dudas —él no deja ningún espacio para las dudas— va a hacerme bien, me da miedo sacar una ficha del tablero, yo, que iba a apostar a todo. Mucho más desde las tripas que desde la razón digo el primer “no”. Yo no soy mi cáncer. Esto no. Y no.
Aloe vera
Internet ofrece más opciones. “La cura del cáncer por medio del aloe vera”, anuncia una página. Otra vez, es sencillísimo. Copio literalmente la receta: “Dos hojas grandes (o más, si son pequeñas) de esa planta ‘Aloe Vera’ (peso total de unos 300 gramos más o menos). Que no sean ni muy viejas ni muy jóvenes. Tras lavarlas (para quitarles el polvo), quitar las espinas del borde y recortar ligeramente sus rebordes. Medio kilo de miel. Siete a ocho cucharadas de sopa de algún cognac o whisky (en otra receta se indican solamente 3 o 4 cucharadas). Pasar todo ello por una licuadora durante uno o dos minutos. Resultará una especie de bebida cremosa. Su sabor es un poco extraño, pero no sabe mal. El brebaje formado por estos elementos constituye una unidad de tratamiento”. Nadie gana plata con esto. No hay que poner la tarjeta ni adherir a ninguna secta, ni siquiera mandar un donativo de agradecimiento. Pero quien lo haya puesto en la red sabe que suena raro. “Es tan sencillo, que puede parecer hasta ridículo. Sin embargo ha sido avalado tantas veces con hechos reales…. Nadie podría prestar la menor fe a la proposición de un tal tratamiento, a no ser por la innegabilidad de tantos hechos constatados. A medida que se ha ido extendiendo su conocimiento y la constatación de su extraña efectividad, son ya bastantes los médicos, algunos de ellos expresamente dedicados a la curación del cáncer, que se han interesado por él. Tras haber comprobado su éxito, están también interesados en estudiarlo y comprenderlo mejor. ¿Este tratamiento cura toda clase de cáncer? No se sabe.
¿Qué tipos de cáncer cura de hecho? Tampoco se sabe. Sólo se sabe que ha habido muchas curaciones de muchas clases de cáncer: cáncer de piel, de garganta, del seno, del útero, de próstata, del cerebro, del hígado, del intestino, leucemia, etc…”
Por suerte, el jarabe de aloe vera —advierten— se lleva bien con la quimioterapia. No es necesario dejarla.
En la red hay de todo, incluso el libro del doctor Francisco Contreras, que te mandan por correo por ocho dólares con ochenta: “Este libro reseña los tratamientos alternativos para contrarrestar y prevenir el cáncer. El método del Dr. Contreras incluye crear una atmósfera de oración y alabanza positiva, amorosa y llena de fe; esto, junto con la Palabra de Dios, son las herramientas que usa para combatir el cáncer. Uno de los objetivos del libro es provocar esa misma atmósfera de fe en los lectores, proveyéndoles de numerosos y poderosos ejemplos reales de personas que han ganado la victoria sobre esta enfermedad”.
En la misma página: “La cura bíblica. Cáncer”, de Don Colbert: “Forma práctica y fácil de emplear sus múltiples conocimientos médicos para tratar enfermedades como: acidez e indigestión, artritis, cáncer, enfermedades del corazón, diabetes, depresión y ansiedad. La base de estos libros son enseñanzas bíblicas y los últimos hallazgos científicos”. No hay que creer en cualquiera; un currículo: “Don Colbert es médico especialista en terapias alternativas, graduado de la Escuela de Medicina Oral Roberts. Tiene su propio consultorio y ha ayudado a miles de personas a descubrir la alegría de andar en la ‘salud divina’ y vivir libres de dolor después de años de sufrimiento. Ha asistido al pastor Benny Hinn en muchas de sus cruzadas. Él y su esposa, Mary, residen en el centro de la Florida”.
Vale tres noventa y nueve, no se cura el que no quiere.
Un avisito en el diario dice austeramente que hay remedio y da un teléfono. Llamo. Atiende un “Doctor Mengano” y habla de una sustancia que se empieza a usar en Alemania y que tiene gran eficacia. Habla en científico. No dice que hay que irse a la montaña ni comer arroz integral. Dice que esas drogas no, éstas sí. Que el mundo médico no las acepta porque son demasiado baratas. Dice, el muy hijo de puta, que las cifras de curación que dan los oncólogos son falsas: que casi nadie mejora con la quimioterapia. Me lo dice a mí, que tengo en la mano esa biopsia, la teta cortada y una amenaza en el sistema linfático. Me lo dice mientras espero el turno para empezar la quimio.
La terapia que elijo
Pero no escapo al tratamiento alternativo y vuelvo a los conocidos de mi amiga Gabriela, al departamento de los paraguayos. Así como la ¿doctora? que me atiende me encomienda a Dios, a algún manosanta new age, a Gandhi, Sai Baba, Jesús y mi fuerza interior (todo junto), yo me apoyo en la fe de mi amiga de la adolescencia y allá voy, a los yuyos.
No son plantas, literalmente. Han pasado por un laboratorio y los yuyos llegan a mí en forma de unas pastillas blancas, grandes, con olor a pata; unas gotitas que parecen Hepatalgina; pastillas de varios otros colores y, lo más importante, un frasco marrón de un litro, con un líquido espeso, se diría licuado de alcauciles. Hay que tomarlos salteados: al despertar uno de éste y dos de aquél, a media mañana uno del otro, antes de comer, después de comer, a media tarde, con la cena… Media hora antes de dormir, una taza de agua tibia con el elixir de alcaucil. Hago un cronograma que pego en la heladera. Lo tomaré con todo rigor durante los próximos meses. No les creo nada.
Ese tratamiento también incluye una dieta naturista, que después de conocer la macrobiótica me suena a libertinaje: nada de carne, sólo pollo orgánico, pescado fresco, nada enlatado, nada de leche ni huevos ni harinas refinadas ni alcohol ni gaseosas, ni azúcar, ni edulcorante, ni té ni café… La dieta es desintoxicante, dicen. Aunque no lo fuera, sirve para marcar un período de excepción. Para hacerme cargo de la enfermedad.
En los próximos meses habrá que comprar especialmente para mí, cocinar por separado para mí, buscar restaurantes donde pueda comer. Nada de lo tradicional parece estar indicado. Como si Occidente fabricara enfermos, hay que descartar todo lo que haya sido tocado —producido, adoptado, aprobado— por esa —mi— civilización: hasta el champú y el dentífrico. Hay que encontrar azúcar de maíz, café de malta, pollo alimentado sin hormonas, verduras cultivadas sin ningún agroquímico, champú natural. Al pie de la letra, trabajo full time.
Información de: Infobae