Como tantas veces en Brasil, tras un paisaje paradisíaco se despliega el horror. El chef y estafador convicto David Peregrina Capó, español de 53 años, y su pareja, Érika da Silva Santos, brasileña de 38, vivían en un rincón de ensueño, en una isla fluvial de cientos de hectáreas que compraron hace años. Allí construyeron su hogar y abrieron un restaurante exclusivo. Servían paella de marisco fresco, ajoblanco o tartar de pescado maridado con una copa de blanco, champán o caipirinha. Asomado al río y en medio de la selva, el negocio empezaba a despegar. Tenían sueños y muchos planes: encontrar socios inversores para ampliar el negocio con unos bungalós, vender parte del terreno por 10 millones de reales (dos millones de euros) o ver a su hijo Pedro, de 21, volar del nido. Cuatro balazos acabaron con todo la semana pasada y destaparon una vieja historia.
Un asesinato a sangre fría que sigue rodeado de misterio. Él fue hallado en la cocina, en calzoncillos. Le pegaron tres tiros. Ella saltó desde el piso superior en una huida desesperada. La liquidaron en el jardín de un tiro en la cabeza. No había nadie más en la isla —su hijo estaba en casa de la abuela materna—, pero alguien oyó los disparos y, horas después, el viernes 24 de noviembre, un equipo de la Policía Civil llegó a la escena del crimen a bordo de un barco de la Marina.
Es un lugar de difícil acceso, la clientela solo podía arribar en lancha. Los 40 minutos de paseo río arriba desde Porto Seguro, en Bahía, uno de los destinos más turísticos de Brasil, eran un aliciente añadido a degustar gastronomía española en un ambiente íntimo y refinado en un paisaje maravilloso. Recibían solo con reserva, máximo 20 personas.
“Estamos todos en shock, eran una pareja muy carismática que solo quería agradar a sus amigos y clientes”, recuerda aún conmocionada Ana. Amiga de la pareja desde 2020, elige ese nombre para proteger su identidad porque el asesino anda suelto y los motivos del crimen son aún un misterio. Tiene miedo a hablar del caso, como muchos entre los allegados de las víctimas. Aunque la investigación policial está bajo secreto, sí se sabe que el objetivo del asesino (o asesinos) era matarlos, porque no robaron nada. También se sabe que había cámaras de seguridad. Varias personas han sido interrogadas, pero, por ahora, no hay detenidos. Se desconoce qué pudo motivar el crimen, los investigadores no han apuntado ninguna hipótesis. Entre los rumores que circulan, destaca el que apunta a que quizá la pareja o sus planes chocaron con los intereses de alguna banda criminal que usara ese idílico rincón para mover drogas o esconder armas.
RESTAURANTE DE PEREGRINA
“Lo que no me entra en la cabeza es que él fuera un delincuente”, dice Ana sentada a la sombra en un cuidado jardín de Porto Seguro. Los amigos estaban aún digiriendo la brutalidad del asesinato cuando llegó un segundo golpe: un secreto bien guardado. Peregrina, ese hombre apuesto, amable, que conocían sus allegados, el que sonríe en Instagram con chaquetilla de chef y una paella recién hecha, era un convicto prófugo. En 2012 fue condenado por estafa en dos casos. El tema saltó de la prensa mallorquina a la del resto de España y a Brasil. Estafó dos millones de euros a un banco con unas hipotecas fantasma que ideó mientras era director de una sucursal en Muro (Mallorca), su tierra, y luego, como gerente de un restaurante de Palma, se apropió de otros 200.000 euros.
Algo había oído su amigo Barega Cangussu, chef de 61 años, sobre el pasado del español. “Decía que era de Mallorca, pero sin entrar en detalles. Yo sabía que había estado en la cárcel. No, no sabía por qué delito. Nunca lo comenté con él. Yo no soy juez”, explica en su pousada bistró. Como el resto de los allegados de las víctimas entrevistados, le alegra saber que las penas del español prescribieron en 2020.
Recalca que el negocio de Peregrina y Santos iba cada vez mejor. “Él quería olvidarlo todo. Me dijo: ‘Todo va a ser diferente, soy muy feliz con Érika. Tengo un proyecto para un hotel, lo necesitamos, con eso, vamos a vivir mejor’. Estaban pidiendo préstamos e iban a vender parte de las tierras para construir el hotel”. Hace como seis meses pusieron en venta cinco lotes, 20.000 metros cuadrados cada uno por dos millones de reales (400.000 dólares, 375.000 euros), según confirma la agencia inmobiliaria que todavía los anuncia en internet. Avisa de que “los propietarios han muerto”. Desconoce si seguirán a la venta o no.
La isla fluvial, llamada Pau do Macaco, es un lugar especialmente propicio para pasar desapercibido. Todo indica que la pareja se hizo con ella hacia 2008, durante la primera huida del español a Brasil, cuando estaba bajo investigación policial. La compró la mujer. La sospecha es que usó el dinero de la estafa perpetrada por su novio al otro lado del Atlántico. No sería ni el primero ni el último extranjero en desembarcar por aquí con dinero ilícito. El caso es que él regresó a España, se entregó, fue juzgado, condenado y encarcelado. Pero poco tardó Peregrina en aprovechar un permiso para regresar a Brasil, reencontrase con su novia y reinventarse como cocinero de paellas. Construyeron una casa en la isla y a partir de 2016 se embarcaron en la aventura de ofrecer eso que los especialistas llaman turismo de experiencia. Sus amigos creen que no solía viajar ya a España. Pero esa es solo una de las muchas incógnitas que persisten sobre sus vidas y su muerte.
Peregrina llegó precisamente a este punto de Brasil porque Santos era de una ciudad cercana, Itagimirim, donde la pareja fue enterrada al día siguiente del hallazgo de los cadáveres.
Brasil nació en esta zona del Estado de Bahía, conocida como la costa del descubrimiento. Aquí se instalaron los primeros conquistadores portugueses y en Salvador de Bahía fueron vendidos millones de esclavos que, con su trabajo forzado en la caña de azúcar, pusieron los cimientos de este país. Porto Seguro —un municipio de 170.000 habitantes con 85 kilómetros de litoral— es una burbuja de prosperidad gracias al turismo para casi todos los bolsillos, del básico al de superlujo que llega en jetprivado. Luiz Inácio Lula da Silva eligió una finca de esta costa para sus últimas vacaciones antes de ponerse por tercera vez el traje de presidente.
Los kilómetros de playas maravillosas con cocoteros, como sacadas de una revista de viajes, son un oasis de tranquilidad que contrasta con algunas ciudades muy violentas tierra adentro. Con 6.600 asesinatos en 2022 en un territorio como España y 15 millones de habitantes, es el segundo Estado más violento de Brasil. Bahía sufre una crisis de seguridad en los últimos años por unas bandas del crimen organizado cada vez más poderosas. Porto Seguro y sus dos millones de turistas son motor económico y un jugoso mercado para la cocaína y la marihuana, que llegan por carretera o por río.
País continental de fronteras porosas, Brasil es terreno fértil para fugitivos como bien comprobaron el criminal nazi Josef Mengele, que murió en São Paulo sin ser descubierto; el atracador del tren de Glasgow, Ronald Biggs, o Carlos García Juliá, uno de los asesinos de los abogados de Atocha. Que haya brasileños que parecen italianos, alemanes, coreanos o mexicanos también facilita mucho las cosas a quien pretende esconderse de las autoridades locales o extranjeras. En las conversaciones en Porto Seguro a la mínima brota algún ejemplo, como aquellos vecinos a los que pescaron con más de 300 kilos de coca a bordo de un velero en un puerto mediterráneo, aquel amable recepcionista de hotel que resultó ser un atracador de bancos de São Paulo o esa vecina que tenía una fábrica de drogas sintéticas en su casa, entró en la cárcel y salió ya. Cosas que pasan a espaldas de los turistas que disfrutan del sol, los baños, chiringuitos de playa con bossa nova en directo o música electrónica hasta el amanecer.
La noticia del crimen le llegó a Maria vía un grupo de WhatsApp. “Crimen bárbaro, chef español y su esposa asesinados a tiros”, decía el titular de un medio local. Se quedó helada porque “esto es todavía un lugar tranquilo”, suspira esta veterana de la industria del turismo que tampoco se llama así. Ella ayudó a Peregrina y Santos a dar forma a su negocio gastronómico. “Eran una familia guerrera, luchadora. Al principio, ellos dos y el hijo”. Ese es Pedro, un chaval que llamaba papá al español porque también lo crio aunque solo fuera hijo biológico de ella; él tenía dos hijas más en España. El joven estudia fuera y regresaba a la isla los fines de semana a echar una mano. Mientras el español cocinaba, la baiana se encargaba de postres y cócteles. El menú cerrado con la lancha pero sin bebidas salía por 240 reales (45 euros). La pareja nunca tuvo empleados fijos, sino que contrataban ayudantes de cocina o camareros por días, en función de las reservas.
Superados los estragos de la pandemia y de la inundación que anegó la isla, “el negocio empezaba a fluir”, destaca Maria. Gracias al boca oreja, el restaurante se hizo conocido. La pareja se labró una reputación. Compraron un barco. Empezaron a ser invitados a eventos gastronómicos, a sumar amigos. “Empezaron a tener visibilidad, no había quien fuera a comer allí y no regresara encantado”, añade Maria. A los turistas se unieron vecinos de Porto Seguro que elegían este marco incomparable para cumpleaños o celebraciones de empresa.
“A las cinco de la mañana iban a comprar pescado, marisco y hielo, ofrecían muy buen servicio y recibían a los clientes en el muelle, ya con el aperitivo en la mesa”, cuenta Ana. Llevaban una vida muy sencilla. Para reconstruir la casa tras las inundaciones tuvieron que hacer una rifa. A la vez, contribuían a organizaciones protectoras de animales.
Cuenta Ana que tiempo atrás le preguntó a su amiga: “¿No os parece que este lugar está demasiado aislado? Aquí estáis solos”. Y ella rio y me dijo: “‘¿Solos?.. ¡Si tenemos dos perros!”. Tras el crimen, allí quedaron los canes, que el hijo quiere recoger, y las 15 gallinas junto a los columpios.
Tras esa fachada de felicidad que ofrece la cuenta de Instagram del restaurante, llamado Os Ribeirinhos (los ribereños), los desafíos eran múltiples. Solo abrían si la víspera tenían 6-8 personas con reserva. La isla no tiene electricidad, así que usaban energía solar para internet y todo lo demás, incluido cobrar. No aceptaban efectivo, solo un popular pago instantáneo llamado pix. Los pagos, a nombre de ella. Cuentan en la lonja de esta ciudad costera que la señora Santos, y no él, pagaba siempre los langostinos, las langostas, el atún y las doradas. Según algunos amigos, las propiedades familiares estaban también a nombre de ella.
Desde hace unos meses recibían ayuda del organismo oficial brasileño que asesora a pequeñas y medianas empresas. Soñaban con esa inyección de dinero para levantar unas cabañas y ofrecer una experiencia aún más especial en la isla. Vender los lotes habría significado desprenderse de una pequeña parte de un terreno gigante y aislado que durante años fue para el chef y estafador español y para su familia brasileña el escondite perfecto y la materialización de un sueño.
INFORMACIÓN DE: EL PAIS