Ya había tirado la toalla. A los 56 y después de dos matrimonios fallidos, algunos novios, muchos amantes y varias desilusiones, Catalina sentía que no iba a volver a enamorarse. “El área del amor estaba como cancelada y clausurada –dice al teléfono desde Barcelona–, me imaginaba que yo ya no iba a encontrar a nadie para compartir mi vida y lo atribuía a que, bueno, no venía con esa genética. A que no estaba hecha para vivir en pareja, con todo lo que eso implica: ceder, confiar, armar un plan de a dos”.
Estaba entregada al trabajo y a disfrutar de sus amigas, “sola pero en paz”. O no tanto, porque sus hijos, ya grandes, se habían mudado a Europa hacía varios años, primero uno y después la otra, y encima la pandemia había empeorado la distancia: el mayor ya no había vuelto a Buenos Aires, la menor sólo de visita. Llevaba demasiado tiempo sin abrazarlos. “Había pasado todo un año hablando sólo por Whatsapp con ellos, con la sensación de familia desmembrada y volcada de lleno a trabajar cada vez más horas. Y estaba cansada”, cuenta.
Lo de ponerse de novia era lo de menos. Dice que probó alguna vez con Tinder, pero se aburrió rápido. “Nunca me funcionó mucho, porque terminaba el día agotada y lo único que quería era irme a dormir. Entonces ya había asumido que mi vida era sola y punto, pero, por otro lado, había algo en mí que me decía que no me podía rendir tan fácilmente a vivir lo que me quedaba trabajando y nada más, y viendo a mis hijos, con suerte, una vez cada dos años”.
A Catalina le parecía que, en cierta forma, había vuelto al desajuste de la adolescencia, demasiado grande para algunas cosas y muy chica para otras: “Es que había cosas que ya no podía cambiar, pero era muy joven para no vivir la vida. ¡Era como una adolescente con arrugas!”, se ríe. Por eso, después de darle vueltas, entre insatisfacciones y tristezas, y como quien no quiere la cosa, se animó y sacó un pasaje a Barcelona. “Dije: ‘Okay, me voy a ver a los chicos y me quedo lo que pueda’. Porque la pandemia también me permitió trabajar online, así que no tenía que poner fecha de regreso”.
Y así fue como salió de Ezeiza en un vuelo de ida y sin saber qué le esperaba ni cómo iba a seguir el viaje. Tenía pasaje de vuelta, pero para cuatro meses después, y partió sin mucho en la valija, con la euforia del reencuentro familiar como única guía y único Norte.
“Amanecí a las 5 de la mañana en Barcelona y la primera semana fue de puro disfrute, abrazar a mis chicos, quedarme en casa de mi hija, conocer a sus amigos y su mundo, ese contacto que tanto nos faltaba”, recuerda. Pero también tenía claro que no podía instalarse en ese lugar de confort para siempre: sus hijos estaban metidos en sus cosas, y ella tenía que empezar a ocuparse de las suyas.
“Para mí todo lo que tuviera que ver con el amor y la pareja estaban fuera de discusión –cuenta Catalina–, pero mis amigas, que siempre están ahí para romper las pelotas y son muy sabias, empezaron a insistir desde Buenos Aires: ‘Bájate Tinder; en serio, Cata, bájate Tinder’. ‘No, porque no me siento bien. Estoy muy avejentada físicamente, nadie me va a dar pelota’, les contestaba yo. Pero ellas no se daban por vencidas, que no fuera tonta, que en Europa era diferente, que probara, así por lo menos tenía alguien con quién salir alguna noche, así por lo menos me hacía algún amigo para divertirme un rato”.
Para convencerla, una le contó que había leído en Infobae la historia de una chica que viajó a Londres después de una crisis existencial y conoció al amor de su vida en una app. Cata leyó entonces la nota y la idea le quedó picando. Así que una noche, mientras comía sola y con frío en una casa prestada en las afueras de la ciudad, decidió hacerles caso: “Me lo bajé con cero expectativas y poniendo fotos muy reales, porque no quería encontrarme con alguien que pensara que yo era una diosa cuando, a los 56, los años llegan de golpe y todos juntos. Empecé a mirar y le puse un like casual a un tal Xavier sin fijarme demasiado en el perfil; yo simplemente estaba jugando a hacer algo diferente porque estaba aburrida, y no me detuve en lo que decía. Le puse like a un hombre que sonreía”.
Si hubiera leído, habría visto que, detrás de la sonrisa, ladescripción estaba escrita en catalán y decía clarito: “No quiero gente que no hable catalán ni tampoco gente fumadora”. Catalina no cumplía con ninguno de los requisitos que exigía el señor –no hablaba una palabra de catalán y además fumaba y bastante–, pero se ve que él tampoco les daba tanta importancia, porque el match llegó enseguida. “Me saludó inmediatamente y empezamos a hablar en español, obviamente. Y yo fui directa, porque tampoco quería chatear por días con un tipo al que después no le gustara o que no me cerrase a mí”, cuenta.
Le dijo: “Mirá, estoy sola, ¿por qué no hacemos una videollamada?”. Xavier se sorprendió con el pedido; no estaba acostumbrado a ir tan rápido, pero igual aceptó. “Esa primera videollamada, nuestro primer encuentro, duró tres horas. Hablamos en español, con él haciendo el esfuerzo y yo sin corregirlo, y nos entendimos muy bien, no sólo con el idioma. Fueron tres horas de charla, risas y contarnos nuestras vidas enteras”, dice Catalina ahora.
También dice que, como no esperaba nada de esa noche, se presentó en cámara tal cual estaba, con su pijama nuevo, recién comprado en Primark: el buzo con la cara de Harry Potter y el pantalón lleno de búhos y varitas mágicas. “¡Estaba ridícula! –admite–. Pero él no se quedaba atrás. Se había puesto lo que ellos llaman albornoz, una bata muy abrigada, de color azul. Eso rompió el hielo: nos matamos de risa en cuanto nos vimos”.
Al día siguiente recibió un mensaje de buen día y por una semana hablaron cada noche, siempre repitiendo el ritual de verse con su ropa de dormir. En esas conversaciones hasta la madrugada, él le habló del sacudón de jubilarse después de una vida entera en el mismo trabajo, de su separación, y de su hijo de 10 años, que vivía con él la mitad del tiempo. Catalina le confió que hacía un año y medio que no estaba con nadie. Dieciocho meses, le repitió alargando las palabras. Le dijo que iba a ser difícil volver a engancharse, conectar, que pensaba que no le iba a pasar más, pero estaba dispuesta a probar. Y le aclaró que no quería saber nada con encariñarse con niños, ya le había pasado antes y el saldo era el corazón roto por partida doble.
Hasta que pusieron día y hora para encontrarse personalmente: “Quedamos en un café cerca de la playa y el señor llegó con el ramo de rosas más lindo que vi en mi vida. En realidad, yo lo vi primero porque caminaba oliendo el aire como un cervatillo, tratando de identificarlo entre la gente. Y lo vi parado junto a su auto, la sonrisa asomando detrás del ramo. Eran 18 rosas rojas y enormes, una por cada mes sin amor,‘Una compensación por no haberte conocido antes –me dijo–. Ahora vamos a romper el hechizo’. Casi muero, pero en menos de un minuto, también rompió el hielo con un chiste. Sacó del baúl del auto el albornoz azul y se lo puso: ‘Para que me reconozcas’, dijo”.
Claro que Catalina no se había puesto el pijama de Harry Potter, si algo le preocupaba esa tarde era verse bien; estaba insegura, pensando que tal vez en persona no le iba a gustar a Xavier. “Pero no solamente le gusté, ¡no paraba de decirme lo linda que era! Y hacía tanto que nadie me lo decía, que me ponía totalmente colorada de la vergüenza y los nervios. Lo que sentía realmente era incredulidad: ¿por qué le iba a gustar a alguien cuando hacía como mil años que nadie me decía nada y que ya no tenía eso de antes, donde sí me preocupaba salir a seducir? Era como que la vida que venía llevando entre la partida de mis hijos, la pandemia y el trabajo me habían vuelto invisible”, se sincera.
Pero, de repente, ahí estaba, visible para un hombre que le sonreía con la sonrisa más linda del mundo. Catalina siempre había sido de ir al frente, pero esa tarde estaba muy tímida, “no sólo insegura por estas cosas, sino en un país extranjero donde nada era reconocible, sin tener la menor idea sobre quién era la persona que tenía enfrente”. Dice que sólo sabía que era catalán, que tenía un hijo al que adoraba, y que le gustaba mucho la posibilidad de gustarle. Y que pese a todas las inseguridades, fue pragmática como siempre: “Cuando nos fuimos del café y subimos a su auto para ir a comer a otro lado, lo primero que hice fue besarlo, ¡y besaba como los dioses! Recién ahí lo sentí: ‘Acá me voy a quedar un tiempo’, pensé. Yo lo pensé, y él lo dijo: ‘Creo que acá me quedo’”.
Esa primera noche fue mágica, como tocada por las varitas de su pijama. Nunca llegaron al otro restaurante, porque “después de ese beso, lo único que quedaba era seguir de largo”. Catalina se moría de ganas, pero a la vez toda la situación le daba vértigo; con todo y las rosas hacía mucho tiempo que no estaba con alguien, y el solo hecho de estar en casa de Xavier le resultaba una presión: “Él sí había estado con muchas mujeres, pero estaba muy fascinado conmigo y para mí eso era una sorpresa, porque en serio había tirado la toalla. Creía que ya no le podía gustar a nadie y tampoco me interesaba hacer el esfuerzo de gustar. Pero esto fluía con una naturalidad muy poco común”, dice Catalina.
Xavier la invitó a quedarse a dormir, pero antes le preparó una sorpresa. Como ella le había contado que le encantaba darse largos baños de inmersión y relajarse, en un momento le dijo que lo esperara en el living y desapareció por un pasillo. “Me había escuchado hasta en eso con mucha más atención que yo a él. Y me preparó el agua calentita, con espuma y velas. Era un doble acto de cariño: los catalanes cuidan muchísimo el agua porque llueve poco y es carísima, así que se bañan con duchas rapidísimas, nunca en la bañera. Pero Xavi había escuchado que para mí eso era un placer y me recibió con ese baño excepcional. Eso me terminó de hacer el click: hacía mucho tiempo que no sentía lo que es ser escuchada”, cuenta.
A la mañana lo oyó levantarse de la cama con sigilo. “Hacía todo calladito para que yo pudiera seguir descansando y, cuando me desperté, tenía el café con leche listo, con tostadas con el queso que me gusta. Había registrado todas las pavadas que le dije antes de conocernos para agasajarme. Y sonreía con esa sonrisa que me gustó desde la primera foto, feliz de hacerme feliz”, dice.
Fue natural que quisieran verse el día después y el siguiente, y para cuando Cata se dio cuenta, se había enganchado de la manera en que creyó que ya no iba a pasarle. Entendió que, como buen catalán, valoraba que ella se esforzara por aprender el idioma y que intentara hablar aunque sea palabras sueltas. Y que cuando no se entendían, por idioma, por cultura, o simplemente porque hacía mucho que ninguno de los dos cedía para adaptarse a los deseos de otro todos los días, lo más fácil era encontrarse en el humor, como habían hecho desde el principio.
Ojo, a Catalina lo años le trajeron algún que otro complejo, pero también sabiduría, y pensó que lo de escucharla con tanta atención era una estrategia de seducción de Xavier, “algo casi de cacería que usaba con todas las mujeres que quería levantarse, pero la verdad es que era una estrategia excelente”. Y una vez que la cacería dio paso a la calma, el registro mutuo todavía estaba ahí.
Así descubrieron que se gustaban en serio en una relación que era día a día, sin proyectos a futuro, porque Catalina tenía pasaje para volver a la Argentina en un tiempo que parecía acortarse cada vez más rápido: “No había ninguna chance de proyectar y eso, al menos en ese primer momento, nos hacía querer encontrarnos de nuevo, mirarnos y estar atentos, estirar un poco más el tiempo juntos”.
Estaba también la cuestión de Jordi, el hijo de Xavier: “Él me había contado que otras mujeres escapaban corriendo cuando se enteraban que estaba a cargo de un niño tan chico. Pero a mí eso no me desenamoraba para nada, sino todo lo contrario; me encantaba que le dedicara tiempo y me gustaba mucho cuando me contaba sobre su relación con él, sólo no quería meterme ahí sabiendo que en algún momento me iba a ir”.
Pero Jordi empezó a darse cuenta de que el padre estaba en algo, veía que Xavier se la pasaba hablando con su amiga Cata. Y también empezó a hacer preguntas. “¿Quién es Cata, papá?”, le dijo una mañana. Xavi no dio muchas vueltas: “Cata es una mujer argentina de la que yo creo que me estoy enamorando. Ysospecho que es una mujer con la que voy a pasar el resto de mi vida”. Era una locura, porque sabía que su relación con Catalina tenía fecha de vencimiento, pero no pudo mentirle a su hijo sobre lo que sentía en todo el cuerpo. Quería seguir con ella, estaba seguro de que iban a seguir juntos contra todo pronóstico.
Catalina había viajado por unos días a París a encontrarse con una amiga, y cuando volvió a Barcelona, él le pidió permiso para ir a buscarla al aeropuerto con Jordi: “Yo sabía que era un peligro, porque cuando esto se terminara me iba a tener que despedir de dos personas y era demasiado. Pero ese día, no sé por qué, le dije que sí, que lo trajera. O sí sé por qué: cuando querés a alguien bien lo querés con todo el paquete, con todo el combo. Y yo quería a Jordi aunque no lo conociera igual que lo quería a Xavier. Además sólo iban a venir a buscarme para llevarme hasta mi casa, algo cortito y casual”.
Bajó del avión oliendo el aire como el día que lo conoció, pero esta vez buscándolos a los dos. Detrás de la cinta vio la sonrisa que la había conquistado en la primera foto, y la sonrisa calcada de su hijito al lado. “No me besó porque yo le había dicho que era mucho para Jordi, para todos, que teníamos que ir de a poco. En cambio, me rozó la mano y le dijo al chiquito: ‘Esta es Cata, la mujer de la que te hablé, la mujer de la que estoy enamorado’”.
Al mismo tiempo, a Catalina le pasaban otras cosas: “Al margen de la relación, que avanzaba, me había ido enamorando de España, de Cataluña, de eso de vivir en un lugar en el medio de la Sierra y a diez minutos del mar, de salir a caminar y terminar en una playa o poder pasar el fin de semana en un pueblito medieval. Cada vez tenía menos ganas de volver a la Argentina. Extrañaba mil cosas, porque amo a mi país, pero mis hijos estaban en España y yo había logrado recomponer la relación con ellos; habíamos vuelto a comer juntos los domingos y me daba una tranquilidad distinta saber que aunque no me necesitaran como cuando eran chicos, estaba cerca si les hacía falta una mano”.
La decisión que no había querido tomar cuando dejó Buenos Aires, ahora comenzaba a pesarle. O se enfrentaba a todo lo que implica emigrar a los –ya– 57 años (que festejó con sus hijos y con Xavier, pero por separado para no mezclar los tantos), o volvía a la Argentina y terminaba con esa gran aventura que incluía al señor catalán.
Y ese era un problema adicional, aunque ella pretendiera que su decisión “no se tiñera con los deseos de él”, porque la relación ya no era sólo una aventura. “Xavi quería que me quedara, pero era muy respetuoso y trataba de no invadirme. Entendía que era una decisión compleja y que para mí no era nada fácil tener la cabeza dividida. Es que aunque no quisiera, se mezclaba todo, y yo sabía que tenía que ir paso a paso. Todo el mundo cree que emigrar es una pavada, pero es una de las cosas más complicadas que pueden tocarle a una persona. A los 57 uno ya está para quedarse en un lugar, ponerse pantuflas y pasarla bien con la persona con la que ha compartido su vida o lo que fuera, y yo en vez estaba empezando de nuevo, relanzando mi vida hacia otra parte y sin poder saber dónde iba a terminar”.
Fueron meses de meditarlo mucho, antes de darse cuenta de que, al menos mientras fuera así de feliz, su vida estaba en España. Pensaba: “¿Cuándo va a ser el momento en que me decida? ¿Cuál va a ser el punto de inflexión, cuando realmente sepa que no vuelvo?”. Dice que fue un momento muy concreto: “La decisión definitiva fue cuando dejé de pagar la prepaga en Argentina, porque sabía que a mi edad nunca más me iban a admitir sin pagar una fortuna, y era importante pensar en eso, planificar mínimamente mi vejez y dónde iba a ser”.
Recién entonces aceptó que era imposible pretender que su amor no influyera en sus decisiones. “Era una mentira total, porque Xavi fue siempre muy generoso y se puso a disposición mía para que yo pudiera hacer todo –desde trámites de residencia hasta conseguir una casa para alquilar– de la manera más sencilla. Y yo, que ya no estaba acostumbrada, me sentí mucho menos sola y muy acompañada en el proceso, a pesar de que tratara todo el tiempo de mantenerlo a raya. Creo que tuve una mirada un poco inocente sobre el tema, porque no da lo mismo estar sola aún cuando están los hijos cerca que, de golpe, encontrarme con que a mi edad podía, no sólo emigrar, sino volver a enamorarme”, dice Cata, y se emociona un poco.
“Es que la vida da muchas sorpresas –sigue–, pero uno también puede ayudar a la vida, y lo de esa noche, cuando me bajé Tinder y quise conocer a alguien desde lo más genuino, fue una ayuda. Yo nunca imaginé que poniendo fotos reales alguien iba a volver a verme linda, pero mucho menos esperaba encontrarme a esta altura con alguien dispuesto a escucharme”. Catalina dice que aprendió que la historia se escribe todos los días, que al final nada es definitivo ni a los 23 ni a los 57. Y que, por lo menos hoy, quiere seguir escribiéndola con Xavier, ese amor inesperado que llegó para mostrarle que la magia no habita exclusivamente en las películas ni es sólo una estampa simpática sobre un pijama.
* Amores Reales es una serie de historias verdaderas, contadas por sus protagonistas. En algunas de ellas, los nombres de los protagonistas serán cambiados para proteger su identidad y las fotos, ilustrativas
Información de: Infobae