Misión en la Antártida: salvar la Tierra

25 abril 2020
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El glaciar de Huntress, en la isla Livingston, en las islas Shetland del Sur, donde se encuentra la base Juan Carlos I, una de las dos estaciones científicas españolas en la Antártida.

 

Un estruendo sordo retumba en la bahía Sur de la isla Livingston. “Un derrumbamiento de hielo en un glaciar cercano”. Joan Riba, técnico de la Unidad de Tecnología Marina (UTM) y jefe de base cuando le toca, lo ha escuchado cientos de veces, pero ese extraño trueno, que se repetirá muchas veces a lo largo de las jornadas de la campaña antártica, siempre estremece. Son toneladas de agua congelada que se caen y diluyen en un mar cuyo nivel va creciendo inexorablemente y a cuyas orillas viven cientos de millones de personas en lugares muy lejanos a este continente de hielo. Es el ruido del cambio climático polar.

Para llegar hasta esta isla del archipiélago de las Shetland del Sur, junto a la península Antártica, hay que cruzar el temible mar de Hoces. Cientos de barcos han sucumbido a estas aguas, donde el Pacífico y el Atlántico entran en disputa, aunque hoy nadie lo diría. El sol brilla y un aire templado permite estar en cubierta avistando icebergs y ballenas, mientras el buque oceanográfico de investigación Hespérides navega plácidamente. Acompañamos en la segunda fase de la XXXIII Campaña Antártica Española. Destino: dos bases científicas, primero la Juan Carlos I, en la isla Livingston, y días después la Gabriel de Castilla, en la isla Decepción. Pasaje: cerca de una treintena de científicos de disciplinas muy dispares dispuestos a pasar un mes descubriendo los secretos de esa Terra Australis que intuyó Aristóteles y que fue el último pedazo del mundo en ser pisado por el ser humano.

“Yo esperaba una tempestad”, dice el biólogo Cyril Douthe, mientras guarda sus cajas de Biodramina. “Siempre intento esquivar las tormentas que en un ciclo casi constante dan vueltas en torno al continente, pero este paso está siendo excepcionalmente bueno”, reconoce el comandante José Emilio Regodón. Este es su segundo y último año al frente de un buque que ha tenido la compleja misión de combinar la ciencia con tareas de logística en las bases. De colofón vendrá una vuelta acelerada debido a la pandemia de coronavirus. El cuadrante con la planificación de los trabajos científicos a bordo y las operaciones de carga y descarga ocupa casi toda la mesa de su despacho. “A ver lo que se cumple, porque siempre hay cambios por emergencias, desembarcos anulados por las condiciones del mar… Lo importante es hacer lo más posible según las circunstancias”, avisa a los científicos.

Unos días más tarde, el 7 de febrero, nos sorprende una noticia con eco mundial: “¡Más de 18 grados en la Antártida!”. Lo han registrado en una base argentina situada en la península Antártica, Esperanza, un récord confirmado oficialmente. “Esto es consecuencia de un efecto muy local, por sí solo no indica un fenómeno como el cambio climático”. El primero en decírmelo es Jaime Fernández, el predictor de la Agencia Estatal de Meteorología (Aemet), que se encarga cada día de las previsiones meteorológicas en la base Juan Carlos I. “Hay que fijarse en series de datos, no en récords”, insiste. En su ordenador recibe las cifras de todos los dispositivos que la agencia tiene alrededor de la base para controlar la temperatura, los vientos, la humedad… De ahí saldrá uno significativo: en esta base hizo de media 1,3 grados más calor que en los 15 anteriores veranos australes. Estos días, en la Gabriel de Castilla se superan los 13 grados, otro hito local.

Con la maleta llena de ropa térmica para frío extremo, comienzo a pensar que el equipaje preparado en Madrid con tanto esmero, y que pesa tanto, igual es exagerado. Sabía que el cambio climático está afectando mucho más en la zona occidental que en la que estamos, la oriental. En su último informe, el Panel de Expertos de la ONU en Cambio Climático (IPCC) pronostica un aumento del nivel del mar de hasta 43 centímetros para 2100 si no superamos los 2 grados respecto a niveles preindustriales y de más de un metro si las emisiones contaminantes siguen creciendo como hasta ahora. Datos publicados en marzo en Nature revelan que los polos se están derritiendo a un ritmo seis veces mayor ahora que en la década de los noventa. Se asegura que han perdido desde entonces 6,4 billones de toneladas de hielo y que ello ya ha aumentado los niveles oceánicos mundiales en 17 milímetros en apenas 25 años.

Pingüinos barbijo en esta isla Livingston. FERNANDO MOLERES

Si hay un lugar donde esto se escucha y se ve es en la península Antártica y sus islas. “Cierto, pero aún hay muchas incógnitas sobre lo que pasa, así que hay que estar en el terreno y verlo para contrastar los modelos. La Antártida es un regulador del clima planetario y su deshielo generará cambios en la salinidad de los mares, en las corrientes profundas y superficiales y, en general, afectará a zonas que están a muchos miles de kilómetros”, explica el glaciólogo de la Universidad Politécnica de Madrid (UPM) Francisco Navarro, uno de los principales investigadores del estudio de los glaciares del sur del mundo.

Él ha participado en la primera fase de la campaña y ya está de vuelta cuando inicio mi viaje. En total, para tres meses se ha movilizado a 205 personas entre científicos, técnicos y militares, que desde finales de diciembre hasta mediados de marzo se han distribuido en dos fases para desarrollar 17 proyectos, 13 de ellos españoles. “Esta es una de las grandes apuestas de nuestra ciencia. Su presupuesto es de ocho millones de euros, y una prueba de su éxito es que somos la décima potencia mundial en producción científica sobre el continente”, apuntaba Antonio Quesada, secretario técnico del Comité Polar, antes de la salida. “Estamos en una esquina de todo lo que es, pero es una esquina muy interesante”, auguraba.

El primer vistazo a la tierra antártica no puede ser más desconcertante. En la isla Rey Jorge, donde el Hespérides deja y recoge personal porque hay un aeródromo, hay una especie de pueblo. Se ve la torre de una iglesia, un supermercado, numerosas edificaciones de bases científicas y un pabellón que resulta ser un gimnasio climatizado. También hay mucho trajín de cruceros turísticos. “Es que muchos turistas llegan en vuelos y aquí los recogen. Este año se esperaban 80.000, el doble que el pasado, y la mayoría chinos, pero con lo del coronavirus se ha reducido el número”, comenta el biólogo Javier Benayas, catedrático de la Universidad Autónoma de Madrid y experto en impactos de los viajes a este lugar remoto. “El turismo está controlado por el Tratado Antártico y de momento no es un gran problema, aunque ya se está pensando en qué hacer si se superaran determinadas cifras”, añade.

Junto a las edificaciones, en esta primera mirada también sorprende el verdor en la costa. Bien es verdad que esta zona es conocida como el trópico de la Antártida, que se estima que su temperatura media ha aumentado unos 3 grados en 70 años y que es verano, pero todos los novatos polares esperábamos ver más hielo, más nieve.

El busque Hespérides frente a la base Juan Carlos I. FERNANDO MOLERES

Hay que llegar a la isla Livingston para ver de cerca los glaciares que rodean la bahía Sur, donde está enclavada la base española Juan Carlos I. Hielo azul, blanco y negro en un revoltijo de matices. A la hora del desembarco, lo más difícil es colocarse el traje de supervivencia, más conocido como teletabi por el aspecto que se tiene imbuido en él. Lo siguiente más complicado es conseguir bajar hasta la zódiac por una pequeña escalera de cuerda.

Junto a la costa están los relucientes módulos rojos que componen la instalación, inaugurada el año pasado. Evocan la estética de una base espacial. Son en total 1.700 metros cuadrados, con plazas para 50 personas y más de 220 metros cuadrados de laboratorios distribuidos en módulos. Christo Pimpirev, el científico y fundador del programa polar búlgaro, contaría después detalles sobre los inicios de este lugar, en 1988: “Por dos meses de diferencia no llegamos antes y nos instalamos nosotros aquí. Pero nos fuimos cerca y ahora somos vecinos y colaboramos estrechamente”. Para ir a su base, San Clemente de Ohrid, hay que coger otra zódiac. Es un rústico refugio de montaña, pequeño y cargado de recuerdos, que visitaremos días después de la llegada.

Nada más llegar a tierra, lo primero es conocer la base Juan Carlos I, sus habitantes y sus normas de convivencia. “Las fronteras físicas y mentales se diluyen aquí; es un espíritu que se mantiene gracias al Tratado que ojalá fuera contagioso al resto del mundo”, comenta Jordi Felipe, jefe de la base en esta segunda fase, tras coger el relevo a Joan Riba. Ambos pertenecen a la Unidad de Tecnología Marina del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), responsable de las infraestructuras y logística antárticas. “No existe otro paraje como este en la Tierra, tan importante, tan protegido y tan aislado. La Antártida es el laboratorio perfecto y por eso estamos aquí”, asegura.

Como era de esperar, hay normas de obligado cumplimiento para todos, sean científicos, técnicos o guías de montaña; son la clave para una buena convivencia. Lo fundamental son los horarios fijos de comidas para no colapsar la cocina, en la que Daniel prepara menús suculentos. ¡Los domingos hay churros! También es importante la reunión de las ocho de la tarde, momento en el que todos juntos escuchan en la cómoda sala de estar-biblioteca-cine las previsiones de Jaime, de Aemet, siempre con elaborados gráficos en la gran pantalla en la que alguna noche se proyecta una película, como Parásitos, o un cursillo de primeros auxilios alguna tarde de sábado. Luego, cada grupo irá contando sus planes y necesidades de apoyo para el día siguiente, que el jefe de base organiza antes de la cena. “No olviden llevar encima un radiotransmisor para avisar de entradas y salidas. Hay que tener localizado a todo el mundo porque esta base es tan cómoda que se nos olvida dónde estamos, que es un lugar aislado y con riesgos aunque no lo parezca”, explica Felipe. “Ah, y nadie se saltará el turno de apoyo a la cocina. Aquí colaboramos todos poniendo y quitando la mesa cuando toque”. El momento de relax llegará después, y mientras unos organizan una partida de backgammon (el juego estrella de la campaña), otros amenizan la velada con una guitarra y los hay que prefieren desentumecerse de las horas de laboratorio con una partida de pimpón. Si no hay nubes, el espectáculo del cielo antártico no tendrá competencia.

El equipo de científicos de Ricardo Rodríguez, que estudia la evolución del glaciar Johnson. FERNANDO MOLERES

Los investigadores no tardan en instalarse en sus rutinas de trabajo. Traen planificadas las actividades desde España, y si bien algunos están a expensas del clima, otros no dependen de factores externos, así que tras el desayuno se van a sus laboratorios y se ponen en marcha. Entre los que salen cada día está el grupo del proyecto de la UPM que dirige Francisco Navarro. Hay dos glaciares de Livingston que controlan desde hace 20 años, el Johnson y el Hurd, y aunque son pequeños para las dimensiones antárticas, están ayudando a conocer muchos de los secretos mecanismos que oculta el hielo en este continente. En esta segunda fase han venido el glaciólogo Ricardo Rodríguez, un veterano polar, y el joven José Manuel Muñoz. “Tenemos registros del Johnson desde comienzos de este siglo y referencias históricas desde 1957, y hemos visto que hasta el año 2000 su hielo retrocedió, pero luego se estancó e incluso aumentó su masa, hasta el punto que parecía que se iba a tragar la base búlgara; sin embargo, desde la campaña de 2016 de nuevo va para atrás”, explica Rodríguez mientras se coloca los esquís.

Un viento gélido corta la piel cuando comienza la ascensión a la zona superior del hielo. Nos acompañan guías de montaña, que ayudan a transportar el equipamiento. Todos vamos encordados para evitar caer en alguna de las grietas, auténticas bocas del averno en las que no se ve el fondo. Al parecer, otros años venían con motos de nieve, pero en esta campaña no. El objetivo son los puntos donde años anteriores dejaron instaladas estacas de madera que, clavadas a dos metros de profundidad en el hielo, les sirven para averiguar cómo avanza el glaciar. Al final de esta mañana gris, llegamos hasta un punto que alguien bautizó como Despeñaperros y desde donde se ve el otro lado de la costa de Livingston en todo su esplendor.

Casi todas las estacas que se han encontrado estaban en el suelo o a punto de caerse. Solo en 3 de las 61 controladas en ambos glaciares han podido medir la altura de nieve respecto a 2019. Ricardo Rodríguez no disimula su asombro: “Desde que vengo en 2007, nunca había visto tantas tiradas. Puede deberse a un deshielo mayor o porque quizá cae menos nieve. En realidad, como no sabemos cuánta cae, este año hemos instalado con el Instituto Geográfico Nacional (IGN) y el apoyo del Ejército de Tierra una estación del sistema global de navegación por satélite (GNSS) que nos ayudará a saberlo y así controlar mejor si la masa gana o pierde durante todo el año. Si esto sigue así, el glaciar no se regenerará y desaparecerá”, augura.

El Johnson no llega al mar. En la costa, junto al frente del glaciar, las perezosas focas de Weddell y algún pingüino papúa se mueven entre los miles de fragmentos de hielo que ha dejado la marea. Algunos son desprendimientos del propio Johnson. Por el gigantesco muro de hielo azul y negro chorrean litros de agua derretida como miles de grifos abiertos. En la base tiene un boquete-cueva que está desgajando su aparente solidez. En realidad, es la visión del mismo retroceso que experimentan el 87% de los glaciares en el occidente antártico. En su caso, pese a los años de estabilidad documentado de su masa, su zona central ha retrocedido 140 metros desde 1990. Y a su vera, el glaciar Hurd no está mejor. Hace décadas que no llega al mar y este año su lóbulo Sally Rock perdió otros 7 metros de hielo, que se suman a los 252 metros de retroceso que tenía acumulados desde 1957. Ahora, la playa de piedras que ha dejado en su huida es el paraíso elegido por decenas de elefantes marinos para solearse.

Junto con los glaciares, uno de los lugares con las mejores vistas en Livingston es el monte Reina Sofía. Subir hasta su cima por el desmenuzado periclasto volcánico requiere una mínima forma física, pero es el lugar escogido por muchos proyectos para poner antenas, estaciones y sensores de diversa índole. Ahí hay una estación meteorológica de la Aemet, el receptor instalado este año para controlar el glaciar vía satélite, medidores de contaminación de metales pesados y otros dispositivos que controlan una capa que no se percibe a simple vista, pero cuya estabilidad, como la de las masas de hielo, está en crisis. Se trata de los suelos congelados o permafrost, que se están viendo alterados por el cambio climático.

Panorámica de la bahía Falsa (vecina de la Sur), al sur de la isla Livingston. FERNANDO MOLERES

El grupo del geólogo Miguel Ángel de Pablo, de la Universidad de Alcalá de Henares, tiene instaladas 13 estaciones para medir la temperatura de estos suelos y 2 que monitorizan su capa activa, tanto en esta isla como en Decepción. Incluso hay una en el campamento de la península de Byers, una instalación estacional que se gestiona desde la base Juan Carlos I y es un lugar de especial protección por su riqueza natural. Su trabajo consiste en mantenerlo todo en buen estado y recoger los datos que registran. “Este año parece que ha hecho más calor, pero lo que miramos son las series y detectamos que el permafrost se está calentando, que ahora está a -1 grados donde antes estaba a -2 o -3 grados. Si sigue esa tendencia, también desaparecería, y eso supondría la movilización de otra gran cantidad de agua que, como la de los glaciares, cambiaría las temperaturas de los océanos que regulan el clima; en definitiva, un cambio en la ecología global. Es un riesgo que aumenta según el permafrost se acerca a los cero grados”, apunta el científico.

Los sensores que recogen los datos están bajo la tierra y la roca, a una profundidad de entre 50 y 80 centímetros. En algunas zonas, por debajo hay hasta 200 metros de permafrost, aunque en superficie nada lo indica. Es más, ese suelo helado puede estar cubierto de la vegetación que ocupa el territorio sin hielo.

Precisamente este año hay varios proyectos centrados en esa vegetación polar. “Cuidado. No hay que pisar fuera de los senderos. Esas manchas de las piedras son tesoros a conservar. Son líquenes”, recuerda Riba a los despistados. Y es que en torno a la base hay espacios protegidos en los que crecen las dos únicas plantas vascu­lares que existen en la Antártida, además de líquenes, de los que hay unas 500 especies diferentes en el continente, y musgos que se extienden creando islas de verdor sobre la tierra negra por los que pasean crías de pingüino papúa y algún que otro skúa, un especie de págalo, un ave de gran tamaño muy común en estas tierras.

Es el jardín que rodea el módulo que aloja, entre otros, el laboratorio de biología del proyecto Eremita, de la Universidad de Mallorca. Experimentan con todo vegetal que cae en sus manos. Cyril Douthe los recoge, Melanie Morales los tortura con radiaciones de infrarrojos y Margalida Roig mide su fotosíntesis. A veces los exponen a temperaturas muy altas. Otras los congelan. “Forma parte de un proyecto global de tolerancia de la vegetación a condiciones de mucho estrés ambiental. Se trata de descubrir cómo hacen para sobrevivir en invierno. El musgo, por ejemplo, sabemos que en esos meses inhibe la fotosíntesis. Es una estrategia propia, única. Por ello, si desaparecen estas especies con el cambio climático, que favorece la llegada de invasoras, perderíamos una biodiversidad genética fascinante por su capacidad de supervivencia de la que podemos aprender mucho”, explica la bióloga Alicia Perera. A lo largo del mes, es difícil no verla inmersa en su mundo de musgos, a los que pone cables y sensores para no dejar escapar ningún detalle de su fisiología.

Sobre especies invasoras saben muchos los investigadores del proyecto Anteco de la Universidad Rey Juan Carlos, entre los que está el catedrático Javier Benayas. Pasa la campaña a bordo del Hespérides, donde en cuanto llegó desplegó su equipo de recolección de colémbolos, unos microartrópodos imperceptibles a la vista humana que se encargan de descomponer la materia orgánica de los suelos. Ya es un experto en subir y bajar del buque. “Claro que han llegado especies invasoras a la Antártida. En flora, el pasto europeo Poa pratensis, en cuya erradicación ya participamos hace años, y también el Poa annua, que ya he encontrado en varios lugares. Pero este año buscamos colémbolos porque de la veintena de especies que tenemos en la península Antártida, seis son aliens que se han traído de fuera, no sabemos cuándo, y vemos que se extienden, ayudados por las aves o el viento. Son unos bioindicadores muy buenos de los impactos que generamos tanto humanos como el cambio climático”, explica. Al poner el ojo en el microscopio se ven unos diminutos bichos con patas y antenas, unos más claros y otros más oscuros.

Sus compañeros del proyecto, Luis Rodríguez Pertierra y Pablo Escribano, se han quedado en la base Gabriel de Castilla, en la isla Decepción. Bastan unas cinco horas de navegación para viajar hasta allí desde Li­vingston. Es un lugar peculiar, una isla con forma de rosquilla mordida, la caldera inundada de un volcán que sigue activo. La Gabriel de Castilla, gestionada en este caso por el Ejército de Tierra, es la única nota de color en medio de un paisaje en blanco y negro, un mundo de hielo y lava que acoge a grandes colonias de pingüinos barbijo y una biodiversidad muy vulnerable. Cuando se pasean sus cráteres es fácil imaginarse en otro planeta. En el módulo de vida de esta base se respira el aire de los sitios que acumulan historias en sus paredes: fotos de campañas anteriores, recuerdos de visitas, placas… Entre militares y científicos, tiene espacio para 32 personas, que duermen en pequeñas habitaciones con cuatro literas. Las ventanas están tapiadas para que no entre la luz en esos días interminables en los que el sol no acaba de dar paso a la noche. A lo largo de la jornada se suceden las videoconferencias con colegios.

La Vía Láctea luce en el cielo nocturno sobre la base española Juan Carlos I. FERNANDO MOLERES

Rodríguez Pertierra y Escribano han instalado su laboratorio en un iglú de fibra de vidrio. Allí someten a los colémbolos, que van localizando en diferentes lugares, a temperaturas tan extremas como las que usan los del grupo Eremita con sus musgos. Su objetivo es observar la resistencia de nativos y de los aliens. Rodríguez Pertierra, que lleva muchos años visitando la Antártida, lo tiene claro: “Este continente es un lienzo en blanco, un sistema natural simplificado en el que la llegada de un solo organismo genera cambios importantes. Una gramínea como la Poa annua podría enverdecer los suelos, pero es que además generaría un efecto cascada que puede propiciar la llegada de más colémbolos de fuera, mosquitos y otros organismos que se ven favorecidos por el cambio global y porque los humanos hemos roto las barreras geográficas que protegían el continente”.

Este verano austral, en los glaciares de Decepción también ha habido muchos desprendimientos. Las estaciones que hay en la isla para detectar seísmos han registrado a primeros de marzo 1.200 movimientos que en realidad eran derrumbes en los glaciares. Es un recuento preliminar de Itahisa González y Vanessa Jiménez, de la Universidad de Granada, que viven pegadas a las pantallas para controlar los sismógrafos de un volcán que puede dar un susto. Además, los militares han descubierto en el monte Irízar una gigantesca grieta-cueva que no existía y una parte del glaciar negro cercano a Caleta Péndulo se ha caído.

¿Y qué pasa con la fauna? La imagen de cientos de miles de pingüinos barbijo en la colonia de Punta Descubierta es hipnotizadora. Parece mentira que, como cuenta el biólogo Andrés Barbosa, del Museo Nacional de Ciencias Naturales, estén disminuyendo, pero él y su grupo han documentado que son casi un 40% menos que hace pocas décadas porque ahora hay menos hielo marino y ello afecta al krill, que es su alimento.

“Cuando estás aquí se es más consciente de todo lo que nos queda por saber de este inmenso continente de 14 millones de kilómetros cuadrados. Está protegido, pero nuestro comportamiento acaba teniendo su reflejo en la Antártida. A la vez, lo que pase aquí nos impactará a nosotros por lejos que estemos. Por eso hay que venir, aprovechar cada instante y documentarlo”, asegura Jordi Felipe. Cuando lo cuenta aún no sabe que esta campaña se terminará abruptamente 10 días antes de lo previsto porque la situación en el mundo por el coronavirus va a peor. El Hespérides adelantará su regreso a España para finales de abril con sus bodegas y neveras cargadas de muestras científicas.

Desde un ventanal de la base Juan Carlos I se ve cómo lentamente el mar se cubre de trozos de hielo. Sobre uno de ellos hay una foca leopardo zampándose un pingüino. Un lobo marino tumbado en la costa gruñe. Una skúa se pierde graznando hacia el glaciar… La Antártida en estado puro.

 

Reportaje de: El País

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