DOMINGO DE LEYENDA: EL ARMADO

5 octubre 2025
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¿QUIÉN ERA AQUEL señor siempre vestido de negro que durante horas y más horas estaba a diario hincado de rodillas, orando en la áurea capilla del Señor de Burgos que se alzaba en el anchuroso atrio del convento de San Francisco? Estaba cabizbajo y de tiempo en tiempo dábase con el puño cerrado rotundos golpes en el pecho como muestras evidentes de arrepentimiento, luego llegaba su rostro a la tierra y ponía con humildad los labios en el polvo. Al levantar la cara se le veían los ojos tristes con una empañadura de llanto, y no era que la naturaleza se los hubiera dejado lacrimosos, pues en la calle los mostraba límpidos y serenos. Caminaba despacio, ensimismado; veía sin ver todas las cosas con la mirada vaga, indecisa. El pensamiento lo traía bien ocupado, como considerando altos misterios, según era el arrobo en que andaba sumido. Era a veces tan grande su enajenación, que parecía que su espíritu estaba fuera del cuerpo.

A este caballero no se le veía por las calles más que caminando despacio, siempre muy meditativo, como ensoñando. Tampoco se le veía hablar con nadie, pues desechaba la gustosa convivencia con amigos. Ninguno había oído de su boca su conversación. No daba entrada a pláticas. Si encontrábase con alguna persona de calidad, cuando más le decía a media voz, destocándose el sombrero: “Vaya usted con Dios”, o “Dios le guarde”, o bien: “Santas y buenas tardes tenga su merced”, y seguía muy enhiesto, muy grave, paso a paso, metiéndose otra vez en sus meditaciones continuas. Le agradaba en extremo la soledad. No iba a paseos; no asistía a tertulias de señores; nunca se le vio en los locutorios de los conventos. Solo, siempre solo. Vestido todo de negro, grave, parsimonioso, con el mirar lejano.

Si se admiraba la gente de verlo tan callado, tan solitario, y continuaba abstraído, más la ponía en asombro con todas las variadas armas que portaba. Iba cargando las cosas necesarias para la ofensa y defensa. Llevaba la espada ceñida, que muchos decían que no era de las simples, sino de las de virtud, llamadas así por tener engastadas en su puño reliquias de santos. También traía dos pistoletes metidos en la pretina y le colgaba un puñal o daga de las dichas de izquierda o de misericordia. Debajo de la ropilla vestía perpetuamente una apretada cota de malla, en la que embotaríase la punta del más bien templado estoque que le fuera a buscar la vida para sacársela del cuerpo. Nada más le faltaba broquel, un mosquete y tal o cual lanza o gorguz para estar cabal. Para hacer más completa su defensa podía haber traído tras de sí alguna lombarda, algún falconete, algún berzo, culebrina, pasavolante, sacre o cañón serpentino, que son éstos los siete nombres distintos que se le dan a la artillería, según su tamaño y grosor, en las cartas de relación que Hernán Cortés escribía a la Sacra, Real y Cesárea Majestad de Carlos V.

No se sabía de dónde era este señor. Unos contaban que lo conocieron en Guadiana de la Nueva Vizcaya; otros, que en la Nueva Galicia; éste, que en Valladolid del Mechoacán; aquél, que lo vio golpear indios muy cruelmente en el Yucatán o Isla de Santa María de los Remedios; quien refirió que andaba atareado en las Provincias Internas de Oriente en busca de minas, porque dizque las había muy buenas en el país.

Un viejo, por más señas almotacén del Ayuntamiento, que anduvo muchos mares y trasegó muchas tierras, referíamuy a menudo a los señores justicia y regimiento de la ciudad, que ese hombre tan seriote y rezador era muy conocido en la Tierra Firme, en donde no le faltaron lances de amor y fortuna y aquello de “tomar iglesia”, porque era de índole brava y sacudida, y que hasta apuñaló a uno que le hizo treta falsa, y cuando ya no tuvo duda de la verdad del engaño, le escondió con gran ímpetu la daga en el pecho. Esto se decía de este caballero y aun otras chismerías, murmuraciones, embelecos e historias que, por fabulosas, parecían fingidas. Muchas gentes aseguraban sus sospechas y teníanlas ya por certezas.

Habitaba el misántropo y enlutado señor no en calle céntrica y principal, de esas en que bulle alegremente la vida, sino que tenía su casa en un estrecho callejón, desviado, solitario, lleno de silencio y de paz. Solamente rompían su quietud los golpes rítmicos y claros que un herrero daba con su martillo sobre el yunque y los secos de un laborioso maestro de obra prima que también golpeteaba en sus baquetas y cordones.

Este zapatero solía cantar y su voz, en aquel vasto sosiego, tenía una resonancia halagadora; sus cadencias ondulaban, quebrábanse, se mecían blandamente, e iban por el aire con mayor ternuraque si brotasen en lugar populoso. Aquel silencio acogido entre casas humildes, lisas, sencillas, cernía los cantos, los depuraba, y adquirían un no sé qué de gracia, de suavidad y desconocido donaire.

En esta callejuela se alzaba una vieja casa de piedra, de aspecto destartalado y pobre, con balcones herrumbrosos, con ventanas alabeadas. Bajo los canalones se alargaba hasta el suelo la mancha negra que fueron untando en los muros las lluvias tenaces. La mano del tiempo pasó por esa casa oscureciendo sus sillares y derrubiándola. Si se golpeaba en su claveteada puerta con aquel su fuerte aldabón de hierro, se alzaban huecas resonancias en su interior, como voces que hablaban de abandono y soledad.

Hacia la calle irradiaba su quietud y su misterio. Su desolación andaba como esparcida en el aire. Esta casa ceñuda, con el sobrecejo de su torcida cornisa de cantería desportillada, prendía en el espíritu del que la contemplaba una sutil inquietud, un temor vago, que hacía que se desviaran los ojos de la fachada ennegrecida y que con tendido paso se alejaran las gentes de su inquietante presencia con el alma confusa y turbada.

No tenía el grave señor más sirviente que una vieja de aspecto furtivo, sorda, alta y flaca, con mueca de gárgola de catedral gótica, y salía muy rebozada a los primeros clarores del alba a oír la misa en la cercana iglesia y regresaba aún con oscuridad el día y encerrábase en aquel infranqueable reclusorio. El caballero salía muy sombrío y con gran parsimonia con el sol ya alto, e íbase muy atildado y oloroso, lleno de todas sus armas, a la capilla del Señor de Burgos, en donde horas y más horas permanecía arrodillado, elevando a Dios el alma por medio de la oración.

Llamaba con sus rezos a la puerta de la divina clemencia y sus ojos relumbraban con las lágrimas que los estaban anegando. Dejaba esa iglesia y se iba por la ciudad con paso tardo, sin premiosos apresuramientos, como gozando del buen aire y del sol, de la vista de los grandes caserones, morada de gente noble y pudiente. Si en su camino encontraba otro templo penetraba en él y acudía de nuevo a la oración, atribulado, dolorido; besaba el suelo y no escatimábase los golpes de pecho que denotaban su contrición.

Algunas tardes salía de su casa como por hambrienta necesidad de su espíritu de buscar en los barrios las iglesias más apartadas y pobres, de esas que no disponen de lindos caudales arquitectónicos, sino de una sobria sencillez franciscana, pura y simple, como el alma del santo de Asís, y que sólo tienen en su fachada resplandeciente blancura de cal.

En esos pobres lugares recogíase en sí mismo el caballero y ponía en su rostro ceño de gravedad. Con gran compunción se daba a sus plegarias o decía el rosario, pasando lentamente por sus dedos las cuentas negras y lustrosas.

Al filo de la medianoche a diario dejaba su casa. ¿A dónde iba? Lo habían visto por la calle de los Alguaciles Mayores, por las de los Ballesteros, por la de la Celada, por la de las Golosas, por la de los Sepulcros de Santo Domingo. Otras veces lo encontraron por la del Capiro, por las de los Siete Príncipes, por la de Analco, por la distante que va a las Atarazanas y después por la del Nahuatlato. Lo vieron la otra noche ir a lo largo de la de los Monasterios. En otra ocasión estaba en la esquina de la calle de las Causas y lo fueron siguiendo dos trasnochantes curiosos y se les perdió en la estrecha calleja de la Guardia. Tan pronto iba por el rumbo de Arcinas, como por el de Necatitlán, o por el de Santa María la Redonda, o por el de San Homobono, o por el de Apello. Por distintos rumbos de la ciudad se le solía encontrar, pero no andaba despacioso como en el día, sino apresurado, como para llegar a tiempo a un negocio urgente. Más a menudo topábase con él cuando la noche estaba sepultada en tinieblas que cuando tenía claridad de luna.

Entre las sombras palpables se metía el misterioso personaje envuelto en su negra capa como una sombra más. Andaba cubierto del manto de la oscuridad. ¿Quién era este extraño señor? ¿De qué vivía? ¿Por qué el llanto en sus ojos cuando rezaba? ¿Qué negocios inaplazables tenía por las noches? ¿Por qué iba y venía a toda prisa por ésta o la otra calle? ¿Y por qué andaba de mañana, de tarde, de noche, armado con espada, pistoletes y puñal, y traía, además, la impenetrable defensa de una cota de malla bien tupida? ¿Esperaba, acaso, alguna repentina agresión y para repelerla era aquel variado armamento? No se sabía nada de esto, a pesar de que muchos escudriñaron a fuerza de muy exquisitas diligencias.

Le hacían pesquisa de sus costumbres y seguíanle por todas vías para saber de su vida, y nunca se le dio caza a sus secretos. Se salía en busca de la verdad y no se encontraba.

Una mañana la calleja se llenó de asombro y de ruido. La criada del sombrío personaje volvió de su misa diaria y rompía el cielo a grandes gritos. Se alarmó con ellos el vecindario que salía apresurado a las puertas y ventanas de sus casas a indagar la causa de voces tan inusitadas en aquel perenne sosiego.

Se quedó atónito, sin pulsos y con largos temblores en el cuerpo, cuando contempló inánime al misantrópico señor de la casa vieja colgado de los hierros de un balcón. El extremo de una fuerte cuerda se anudaba en éstos y la otra punta enroscábasele en el cuello con un recio nudo. Tenía encima todas sus espléndidas armas y la rodilla abierta dejaba ver la cota de malla en la que el amanecer ponía reflejos. La cabeza, amoratada, casi se le unía al pecho, y el pelo caíale por encima del rostro en un largo mechón movedizo. La gente, abriendo tamaños ojos de asombro, se santiguaba tres cruces ante el ahorcado que del todo la dejó absorta.

La noticia corrió vocinglera y apresurada por toda la ciudad y trajo a una multitud ansiosa de curiosear. Todo el mundo estaba perplejo, perdido en un confuso mar de conjeturas. ¿Fue suicidio? ¿Fue crimen alevoso? Con los alguaciles y un alcalde de corte entraron muchas gentes en la casa. Todas sus estancias estaban alhajadas con suntuosidad magnífica.

Se encontró bastantedinero en oro y abundantes joyas en los contadores y en los cajoncillos de los bargueños. Repletas talegas de plata había, en las alacenas. La justicia nunca pudo averiguar cosa alguna. El misterio se adueñó pavorosamente de esa muerte. Hubo grande admiración y estupor en todo México. La casa permanecía cerrada y como más hosca, emanando terror. Los que se acercaban al ferrado portón oían dentro el persistente cucú de una paloma torcaz, que era como un llanto.

A esta calleja triste y solitaria, por el caballero misterioso que habitó en ella, lleno de todas armas, que tuvo tan desdichado acabar, se le llamó el callejón del Armado.

 

Leyendas de Artemio de Valle Arizpe.

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