A bordo del crucero del coronavirus: “Era descorazonador que nuestro propio país no nos quisiera”

28 abril 2020
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Un viaje al fin del mundo. Unas vacaciones que nunca olvidarán. Los pasajeros del Zaandam, un lujoso buque que les llevaría de crucero a explorar las costas más imponentes de América Latina, no habrían podido jamás imaginar hasta qué punto, y de qué manera tan terrible, se iban a cumplir esas expectativas.

El Zaandam, propiedad de la compañía de cruceros Holland America, es una embarcación de 240 metros de eslora, 716 camarotes, seis restaurantes, casino, spa, dos piscinas, pistas de tenis y de baloncesto, y paredes decoradas con guitarras firmadas por estrellas del rock como Iggy Pop, Eric Clapton o los Rolling Stones.

El pasado 7 de marzo, una semana antes de que la Organización Mundial de la Salud calificara de pandemia el brote del nuevo coronavirus, más de 1.200 pasajeros de todo el mundo embarcaban en Buenos Aires para una de sus “travesías de coleccionista”. Del mar de Plata a Ushuaia, en el fin del mundo austral, con parada para visitar a los pingüinos saltarrocas de las islas Malvinas. Tras doblar el cabo de Hornos, rumbo al norte por Chile, cruzar el Canal de Panamá y navegar el Caribe hasta Florida.

Tres semanas después de zarpar, todos los pasajeros estaban confinados en sus camarotes, cuatro habían fallecido por la covid-19, dos centenares más presentaban síntomas de la enfermedad y, uno detrás de otro, todos los puertos negaban la entrada al barco. El coronavirus había transformado al Zaandam en una cárcel flotante. No era el único. Los cruceros han sido puntos calientes de la pandemia y han contribuido a transportar el virus por medio mundo. Se han confirmado contagios de pasajeros y tripulación, según un estudio de The Washington Post, en al menos 55 de estos buques, casi una quinta parte de la flota global.

El Zaandam, como otros cruceros, se convirtió en un tubo de ensayo que reproducía lo que estaba pasando en tierra firme. Medidas de confinamiento, problemas de abastecimiento, las pruebas que no llegan, los más afortunados asomados a sus balcones, los chats y las llamadas, la tripulación exhausta en el papel de trabajadores esenciales. Pero todos en el mismo barco. Todos deseando regresar a un mundo que ya no sería el mismo.

Mary Ellen Petrucelli habían reservado el viaje con su marido, Daniel, hace más de un año. Pagaron más de 5.000 dólares cada uno. Profesora jubilada en una escuela bilingüe con español, de 69 años, deseaba viajar a Latinoamérica, para practicar el idioma que aprendió de estudiante de intercambio en el Madrid de los años 70. “Salimos el 2 de marzo de Boston para pasar unos días antes en Buenos Aires, que yo tenía muchas ganas de ver”, recuerda por teléfono. “En esas fechas, en toda Suramérica solo había un caso de covid-19 confirmado en Brasil. Algunos amigos nos decían que no fuéramos, pero hemos viajado mucho, a sitios a los que a mucha gente le daría miedo ir. La alarma no era muy fuerte, y Holland America había añadido una estipulación que decía que alguien que hubiera pasado por China o Italia en el último mes no podría viajar”.

Los acontecimientos se precipitaban. En la costa de California, un crucero se encontraba anclado a la entrada del puerto de San Francisco con una veintena de positivos de la covid-19 a bordo. Mientras tanto, algunas de las compañías líderes, cuyas acciones se desplomarían el lunes 9 de marzo Wall Street, luchaban contra las cancelaciones ofreciendo a los clientes preocupados bebidas gratis, tratamientos de spa y excursiones. El coronavirus había provocado la cancelación de algunos viajes en Asia, pero perder a la clientela estadounidense, que constituye más de la mitad de los pasajeros globales, serían palabras mayores. El sector de los cruceros genera 422.000 empleos en Estados Unidos, más de un tercio de ellos en Florida, un Estado clave en las elecciones del próximo 3 de noviembre. La decisión de la industria de seguir navegando semanas después de que, a principios de febrero, se detectara el primer caso de la covid-19 en una de estas ciudades flotantes en las costas de Japón ha sido, cuando menos, controvertida.

De un mensaje de tranquilidad tras reunirse el vicepresidente Mike Pence con los líderes del sector se pasó, en apenas dos días, a la recomendación oficial de no viajar. “Los ciudadanos estadounidenses, especialmente viajeros con enfermedades, no deberían viajar en crucero”, decía el Departamento de Estado en un mensaje el 9 de marzo. Pero el Zaandam llevaba ya dos días navegando.

“La primera semana de crucero transcurrió viento en popa. Montevideo, Malvinas, Punta Arenas, todo según lo previsto”, explica Petrucelli. “Pero el 14 de marzo fue el último día que pudimos salir del barco. Esa noche, de camino a Ushuaia, el capitán nos comunicó por megafonía que Argentina había cerrado sus puertos a los cruceros. Nos explicó que pondríamos rumbo a Punta Arenas, donde nos dejarían desembarcar, y allí terminaría el viaje. Nos pidió perdón. Nos explicó que estaban cerrando todos los puertos del continente y que eso era lo más razonable. Pero cuando llegamos a Punta Arenas no nos permitieron atracar. Tuvimos que echar el ancla en las inmediaciones. Recuerdo que había un barco de la marina chilena vigilándonos. Estuvieron negociando con las autoridades del puerto pero no nos permitieron desembarcar. El capitán nos informó de que poníamos rumbo al norte”.

Ya entonces, Holland America había cancelado todos sus cruceros. El Zaandam necesitaba desesperadamente encontrar un puerto, pero todos cerraban a medida que el barco se iba acercando. Buena parte del pasaje solo había reservado dos semanas y tenía previsto desembarcar en San Antonio (Chile). Pero tuvieron que seguir todos. Las existencias escaseaban y hubo que detenerse en las inmediaciones de Valparaíso para cargar combustible y provisiones, que cargaron en nueve contenedores desde barcos pequeños, durante dos días.

“El 21 de marzo volvimos a navegar. El capitán nos informó de que intentaríamos cruzar el canal de Panamá y, si no nos dejaban, iríamos a Puerto Vallarta o a San Diego. Esa noche nos dieron a todos vino gratis en el restaurante. Y el capitán se encargó de recordar que no habría vino chileno”, recuerda Petrucelli, entre risas.

Los pasajeros veían en las noticias como el coronavirus se extendía en tierra firme. La sensación era que allí, en el barco, estaban más seguros. “Entonces, el 22 de marzo, a las dos de la tarde, el capitán nos anunció que había un número de pasajeros y de miembros de la tripulación con síntomas”, explica Petrucelli. “Nos dijo que debíamos recluirnos todos en nuestros camarotes”.

Los Petrucelli habían reservado un camarote con ventana, pero estaba en los pisos más bajos, cerca del agua, y la ventana no se podía abrir. “Lo más duro es que no teníamos aire fresco”, recuerda. “Teníamos una cama cómoda, un sofá, televisión, y conexión a internet. Nos dejaban en la puerta un carrito con comida tres veces al día. Nunca veíamos a ninguna otra persona. Hacían lo posible para mantenernos felices. Nos daban vino, y nos dejaban crucigramas y sudokus. Llevamos 48 años casados, así que nos conocemos bien. Teníamos cosas que leer, veíamos las noticias, hacíamos estiramientos, él se echaba siestas y yo hablaba con la familia por teléfono. Los dos tomamos medicinas, pero soy previsora y había llevado de sobra”.

Para el martes 24, una treintena de pasajeros y medio centenar de miembros de la tripulación habían informado al modesto centro médico del barco que padecían síntomas. Holland America envió otro de sus buques, el Rotterdam, a encontrarse con el Zaandam. Llevaban 611 nuevos tripulantes adicionales, víveres y pruebas de diagnóstico de covid-19. Uno de cada siete trabajadores del Zaandam estaba enfermo.

Una noche Mary Ellen Petrucelli se despertó con pesadillas. “Sospechaba que algo iba mal, que alguien había muerto”, cuenta. “Me desperté en medio de la noche y oí por los altavoces de los pasillos que alguien hablaba de código 700. Había visto en televisión que código 700 era que había muertos. No es infrecuente que alguien fallezca en un crucero, ya solo la demografía… son pasajeros mayores. Pero yo sospeché que era por coronavirus. A la mañana siguiente el capitán anunció que había cuatro muertos por covid-19”.

El Rotterdam se les unió junto a la costa de Panamá, y se decidió transferir a él a los pasajeros sin síntomas. No había suficientes pruebas de diagnóstico para todos, así que se les tomó la temperatura y se distribuyeron entre los pasajeros unos cuestionarios médicos. “Nos preguntaban si teníamos síntomas y si habíamos estado en contacto con alguien que tuviera síntomas”, cuenta Petrucelli. “Nosotros respondimos que no a las dos preguntas y fuimos del primer grupo que se transfirió al Rotterdam. Nos llevaron en barcos pequeños. Nos dieron una tarjeta de un nuevo camarote y allí continuó el confinamiento”.

El plan era que los dos barcos se dirigirían a Fort Lauderdale, en Florida, atravesando el canal de Panamá. “Entonces el capitán nos informó de que cruzaríamos el canal por la noche, a oscuras”, recuerda Petrucelli. “Todas las luces del barco estarían apagadas, las cortinas cerradas. Comprendí que era para que la gente de Panamá no se enterase. Sabían que había cuatro muertos y decenas de enfermos”.

Atravesaron el canal a las dos de la madrugada del domingo 29, en un tiempo récord de siete horas. Los familiares podían seguir los movimientos de los suyos por la web Cruismapper, un geolocalizador de cruceros, y compartían sus inquietudes en páginas de Facebook. Para entonces, el Zaandam y el Rotterdam se habían convertido en una noticia, que los pasajeros seguían por sus pantallas desde su confinamiento en los camarotes de los propios barcos.

Mar Caribe. Rumbo a Florida. Después de dos semanas buscando un puerto, ¿serían bienvenidos allí? El 30 de marzo, en la cadena Fox News, el gobernador de Florida, el republicano Ron DeSantis, dijo que sería un “gran problema” si los pasajeros eran “arrojados” en el Estado. “Empezamos a escuchar que no nos querían en Florida”, recuerda Petrucelli. “Fue el día que me sentí más triste. Había 400 estadounidenses a bordo. Era descorazonador que nuestro propio país no nos quisiera”.

El miedo y la desesperación se apoderaba del Zaandam y el Rotterdam. Orlando Ashfrod, presidente de Holland America, publicaba una carta abierta en la que acusaba a los Gobiernos de dar la espalda a miles de personas abandonadas en el mar y pedía un puerto que mostrara “compasión”. “Los países están justificadamente centrados en la crisis de covid-19 que se despliega ante ellos”, escribía.”Pero han dado la espalda a miles de personas abandonados flotando en el mar. ¿Qué fue de la compasión y de ayudar al prójimo?”.

Entonces, en una de las ruedas de prensa diarias de Donald Trump para informar de la pandemia, un reportero le preguntó por el barco y el presidente respondió: “Están muriéndose, así que tenemos que hacer algo y el gobernador lo sabe también”. “Créame que no soy nada fan de Trump”, admite Petrucelli. “Pero de verdad no sé qué habría sido de nosotros si no hubiera intervenido y hablado con el gobernador DeSantis”.

El jueves 2 de abril, hacía las tres de la tarde, después de intensas negociaciones a partir del plan de evacuación presentado por la compañía, los capitanes anuncian que se les permitiría atracar en Fort Lauderdale. Quedaba menos de un centenar de pacientes sintomáticos y solo 14 fueron trasladados al hospital. La gran mayoría fueron declarados listos para viajar. “Nos dieron mascarillas, guantes, y fletaron autobuses para llevarnos al aeropuerto. Organizaron vuelos a París, a Los Ángeles y a Atlanta. Nosotros volamos a Atlanta, de ahí a Charlotte y luego, a Boston, donde empezamos una cuarentena de 14 días. Y aquí seguimos”, explica Petrucelli.

Asegura que, incluso en los momentos más duros y en los que más miedo tuvo, la tripulación del barco les hizo sentirse cómodos. A pesar de la experiencia, Mary Ellen Petruccelli afirma que volvería a irse de crucero. “Eso sí”, apunta, “no antes de que haya una vacuna para el coronavirus”.

Información de: El País

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