HUÉRFANOS POR DECRETO DE LA CASA BLANCA

16 junio 2018
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 Algunos chicos sonríen. Otros tienen la mirada perdida. Los hay abrumados. Viven de golpe en una burbuja: comida tres veces al día, cama, ropa limpia, atención médica, sala de videojuegos, un auditorio para ver películas… Pero su experiencia en Casa Padre, un antiguo hipermercado Walmart reconvertido en gigantesco centro de acogida en Brownsville (Texas), junto a la frontera con México, enmascara el trauma del feroz viaje hasta Estados Unidos y dulcifica la angustia por un futuro incierto. En poco tiempo, los casi 1.500 inmigrantes indocumentados menores de edad que hay en el albergue, el mayor de ese tipo en EE UU, sabrán si serán expulsados del país o podrán quedarse a la espera de resolver su situación judicial. Y alrededor de una cuarta parte tiene una preocupación mucho más acuciante: llegaron a la frontera con sus padres pero, al ser detenidos, fueron separados de ellos.

Los chicos son víctimas de la nueva política de “tolerancia cero” del Gobierno de Donald Trump. Desde abril, la Fiscalía presenta cargos penales contra cualquier adulto que entre de forma ilegal a EE UU, se le traslada a un centro de detención y, si ha llegado acompañado de un hijo, el menor pasa a depender de Servicios Sociales. El sistema es opaco y se desconoce su alcance. No es inusual que el padre sea deportado mientras el hijo sigue en EE UU. Entre el 19 de abril y el 31 de mayo, 1.995 niños fueron separados de sus padres al tratar de entrar en EE UU en cruces fronterizos oficiales, según estadísticas obtenidas por la agencia Associated Press. Eso excluye a los muchos inmigrantes que acceden al país por vías no oficiales, como cruzar en un bote el Río Grande.

La directiva tiene un objetivo muy claro: asustar. Por ahora, sin embargo, no ha propiciado el pretendido efecto disuasorio que lleve a menos inmigrantes —la inmensa mayoría centroamericanos— a emprender un desesperado periplo desde sus países en busca de una mejor vida.

No hay precedentes de una política de ese tipo a gran escala. La Administración republicana tiene cada vez menos camas para acoger a tantos inmigrantes, ha empezado a trasladar adultos a prisiones y sopesa levantar campamentos masivos en bases militares. Trump volvió a decir este viernes que “odia” que padres e hijos sean separados y a culpar falsamentea los demócratas de “forzarlo por ley”. La realidad es que el Gobierno actúa unilateralmente. El Comité de Derechos Humanos de la ONU ha tildado la nueva política de “seria violación de los derechos de los niños”. Organizaciones sociales tratan de frenarla en los tribunales y cada vez hay más voces que denuncian la inmoralidad de que el país más rico del mundo y nacido de la inmigración actúe con tal crueldad.

Casa Padre es un fiel reflejo del drama en una de las fronteras más desiguales. “Estamos bastante cerca de la capacidad máxima”, advierte Juan Sánchez, fundador y presidente de la organización Southwest Key Programs, que gestiona el albergue en un contrato con el Departamento de Salud y Servicios Sociales. “Nunca ha estado así de lleno”, explica a un reducido grupo de periodistas durante una visita al complejo, el pasado miércoles, en la que no se permite hablar con los niños. “Buenas tardes”, dicen algunos. “Todo bien”. Otros guardan silencio o parecen incómodos al sentirse observados como seres extraños. Los chicos van con camiseta y pantalón corto. Muchos llevan una cruz religiosa.

Ese día había 1.469 menores durmiendo en el albergue, solo 28 por debajo del límite. Llegan allí tras pasar un máximo de 72 horas en un centro policial. Todos son varones y tienen entre 10 y 17 años. Excepto siete indios, el resto son latinoamericanos. Al menos un 70% de los chicos en Casa Padre llegaron completamente solos desde México. Pero cada vez es mayor el ratio de menores que viajan acompañados de sus padres pero son separados al entrar a EE UU. De media, los niños pasan allí 49 días. El promedio nacional es de 56.

El Gobierno tiene bajo custodia a 11.351 menores inmigrantes en un centenar de centros, según los últimos datos, que no especifican cuántos fueron separados de sus parientes. El número de chicos en custodia creció un 20% entre abril y mayo. Los menores abandonan los refugios una vez se encuentra un familiar en el país o una familia de adopción. Estarán con ellos hasta que un juez resuelva si pueden quedarse o no en EE UU. Sin embargo, Servicios Sociales reconoció en abril haber perdido la pista de unos 1.500 niños porque sus tutores no contestaron al teléfono. Hay quienes esgrimen que no responden porque la mayoría de familiares son inmigrantes indocumentados o porque quieren evitar que los chicos se presenten ante el juez.

La saturación es palpable en Casa Padre, que abrió en marzo de 2017 tras reconvertir un antiguo hipermercado Walmart de 2,3 hectáreas. En cada una de las 313 habitaciones había cuatro camas pero se ha añadido una plegable para una quinta persona. La mitad de los chicos va a clase por la mañana y la otra por la tarde. Antes de las comidas, se forman larguísimas colas. Southwest Key despidió a trabajadores el año pasado por la caída drástica en la llegada de indocumentados al inicio de la presidencia de Trump, pero, con el repunte actual, necesita a decenas de nuevos empleados.

En habitaciones y pasillos, hay un reguero de mensajes de motivación y patriotismo. “Imagina las posibilidades de la vida”, “América, la preciosa”, rezan algunos. Hay murales con frases de presidentes estadounidenses, incluido Trump. En apariencia, la dinámica puede recordar a la de un masivo campamento de verano. Pero los detalles revelan que los menores no son libres. Cada uno lleva una pulsera identificativa. Los empleados llevan auriculares y supervisan todos los movimientos. En las paredes se explican las “reglas” de conducta. Los chicos solo pueden estar dos horas al día en un patio exterior. Tienen derecho a dos llamadas a la semana. Cuando un menor llega, está hasta 72 horas aislado con supervisión médica. El complejo es un búnker, envuelto en un aura de secretismo. Hay vallas y personal de seguridad en los alrededores.

Como un antiguo Walmart, Casa Padre está en la cuna del capitalismo. Ubicado en la típica avenida del extrarradio estadounidense, está rodeado de locales de comida rápida y gasolineras. La vida fluye. Ajena a las historias afligidas de los casi 1.500 niños en el albergue. Omar Agustín Rodríguez, de 38 años, sí conoce el complejo. Ayudó a instalar el aire acondicionado. “Está bien porque les ayudan y repatrian”, dice en el McDonald’s aledaño. Como muchos otros aquí, nació en Matamoros (México) —separada de Brownsville por el Río Grande y una valla de seis metros— pero en 2000 emigró y ahora tiene la residencia permanente. Se vino en busca de mejor trabajo y seguridad. Deplora la ruptura de familias y elogia a los indocumentados. “Veo a gente que sufre y pelea. Les admiro”.

Información de: El País

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