La paradoja del cambio Por Enrique Martínez y Morales

16 abril 2018
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El cambio es inevitable. Todo cambia todo el tiempo. Cambia el entorno, cambiamos nosotros, cambian nuestros cuerpos. Decía Heráclito, 500 años antes de Cristo, que nadie se puede bañar dos veces en el mismo río, porque el río ya no será el mismo y nosotros tampoco.

Existen infinidad de tipos de cambio, pero en el ámbito organizacional y político identifico principalmente dos. Uno es el populista y seductivo, arrebatado y radical, como el que llevó a los ingleses a salir de la Comunidad Europea, a los norteamericanos a encumbrar a Trump o a los venezolanos a decantarse por un modelo económico alterno. Este tipo de cambio primero genera furor y entusiasmo, después de frustración y remordimiento.

Aunque impopular y doloroso en un principio, el otro cambio es responsable y necesario. Construir un distribuidor vial ocasiona molestias temporales, pero agiliza el flujo vehicular por décadas. Solo los gobernantes con visión de estadistas asumen esas decisiones, porque  piensan en la siguiente generación y no en los próximos comicios. Es el caso de las reformas estructurales impulsadas por la actual administración.

A finales del siglo pasado, primero con el GATT y luego con el TLCAN, México dio un giro radical. Abandonó un asfixiante modelo proteccionista para dar paso a la apertura comercial. Pero hacían falta las reformas estructurales para poder alcanzar a plenitud la modernidad y el progreso. Sexenio tras sexenio hicieron mutis porque generarían costos pagaderos de inmediato y beneficios al largo plazo.

Ya lo decía Maquiavelo: “No hay nada más difícil de emprender, ni más dudoso de hacer triunfar y ni más peligroso de manejar, que introducir nuevas leyes. El innovador se transforma en enemigo de todos los que se beneficiaban con las leyes antiguas, y no se granjea sino la amistad tibia de los que se beneficiarían con las nuevas. Tibieza en éstos, cuyo origen es, por un lado, el temor a los que tienen de su parte a la legislación antigua, y por otro, la incredulidad de los hombres que nunca fían de las cosas nuevas hasta que ven sus frutos”.

Otros dos pensadores reconocidos mundialmente lo secundarían. George Bernard Shaw: “El progreso es imposible sin cambio, y aquellos que no pueden cambiar sus mentes, no pueden cambiar nada”, y Harold Wilson: “El que rechaza el cambio es el arquitecto de la decadencia. La única institución humana que rechaza el progreso es el cementerio”.

Quienes hemos implementado iniciativas de reingeniería administrativa sabemos lo difícil que es lograr el cambio, sobre todo por la resistencia de los beneficiarios de privilegios del estatus quo, que son unos cuantos. Pero con determinación, valor y voluntad se puede lograr, en beneficio de la inmensa mayoría.

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