EL IMPERIO DE LAS URNAS

29 julio 2016
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olveraRUBÉN OLVERA MARINES

El sistema electoral mexicano y su estructura de partidos, sustentados en otro tiempo sobre la exacerbación del fraude electoral y la preponderancia de un partido, se muestran hoy verdaderamente útiles para la democracia; votos que cuentan para premiar o castigar el ejercicio de gobierno, y alternativas políticas de izquierda, centro y derecha, incluyendo coaliciones e independientes, para elegir en caso que el elector prefiera un cambio de rostro en el gobierno. México tiene las condiciones para ingresar de lleno a la era en donde el poder legítimo provenga de las urnas.

Tengo la impresión que al acudir a la casilla electoral, los ciudadanos de este país lo hacen cada vez más confiados en la trascendencia de su voto para cambiar o ratificar las cosas en el gobierno. El término fraude electoral ha cedido su lugar a vocablos como la alternancia y representaciones afines al voto útil, de confianza o de castigo. Los ciudadanos han encontrado en el voto un altoparlante para exigir cuentas.

Una manifestación discreta, silenciosa, pero tan efectiva que causó estragos en los estados que renovaron gubernaturas el pasado 5 de junio. En ocho de ellas los electores decidieron castigar al partido o coalición en el gobierno, y sólo ratificaron al mismo partido en cuatro. Se trató, en palabras del propio presidente Enrique Peña, de una jornada electoral que demostró que “en México son exclusivamente los ciudadanos quienes eligen a sus representantes. El voto cuenta y se cuenta bien”. Palabras tal vez difíciles de enunciar para un Presidente que emana del partido que perdió siete de las doce gubernaturas, pero de pronunciación obligada en la nueva era electoral que se vive en el país.

El espectro político, conformado de derecha a izquierda por diferentes opciones, también ha contribuido a fortalecer un sistema de partidos que sepulta, al menos en el ámbito nacional, la tradición de un partido predominante, el cual no dejaba escapar diputación, regiduría, presidencia o gubernatura que se le ponía enfrente. Después del 5 de junio el mapa electoral del país se tiñe multicolor, rojos, azules, amarillos, verdes, e incluso algunos territorios como Nuevo León, Morelia, Ciudad Juárez y Parral en donde las figuras independientes borraron de un pincelazo las tonalidades que ahí gobernaban.

Además, el elector, mandamás del sistema democrático, hacedor de urnas mágicas que hablan y exigen cuentas a los gobernantes, participa en los procesos electorales cada vez más libre; porque tengo también la impresión que el voto “duro” se acerca cada vez más a convertirse en una pieza de museo, alojado en la misma vitrina que se aloja aquella frase que acuñara el peruano Vargas Llosa, refiriéndose a México como “la dictadura perfecta”. Los electores han dejado atrás la época del partido inamovible y del absolutismo camuflado, a la menor provocación de los gobernantes, están dispuesto a cambian de color como quien muda de camiseta.

Pero esa pluralidad y esa alternancia encuentran sostén y aliento en un singular acicate: los excesos de los gobernantes. Mi tercera impresión de la nueva era electoral es que el votante observa con atención y toma nota del desempeño de las autoridades y los partidos que representan, entonces formulan un criterio que determinará en sentido de su voto en la urna. Lo interesante es que los éxitos no llaman tanto su atención como sí lo hacen la opacidad, ineficacia o corrupción de las autoridades. Es más, me atrevo a sugerir que ni siquiera se pone demasiada atención en los candidatos y sus ofertas, cuando lo que se quiere es castigar los excesos y las tosquedades de los gobernantes.

La buena noticia es que más allá del nuevo sistema que se implementará en México para el combate a la corrupción y de las reformas electorales que se avecinan, la corrupción parece haber encontrado en las elecciones un juez infalible, magistrado ciudadano que sirve al único señorío que los votantes quisieran se instaurase en México: el imperio de las urnas.

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