AVISO DE CURVA Rubén Olvera Marines

13 marzo 2020
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Del mazo a la ciencia

México siempre ha sido un país convulsionado, no se me ocurre algún argumento para negarlo. Gobernar este país es una tarea titánica, apta sólo para iniciados en las más sublimes artes de gobierno.

En las últimas décadas, la lista de amenazas y desafíos que impone nuevos retos a las capacidades de gobernación se ha extendido y a la vez se ha tornado más compleja.

Aún bajo el peso de gobiernos legitimados, emanados de procesos democráticos a partir de la transición del 2000, la creciente desigualdad y la pobreza, el aumento de la inseguridad y las bajas tasas de crecimiento económico, asociadas a las más recientes calamidades que amenazan en convertirse en tormenta, han puesto en la discusión la capacidad del régimen para cumplir con eficacia las funciones públicas que le han sido encomendadas y para la realización de los grandes objetivos de transformación, bienestar y seguridad por los que la gran mayoría de los mexicanos han votado en las últimas cuatro elecciones presidenciales.

No es que aquellos tiempos del partido único que resultaron “gloriosos” para el Estado, lo hayan sido para los ciudadanos. Pero en ausencia de democracia y libertades, la gobernación implicaba labores de ingeniería gubernativa escasamente complejas: mazo y cartera, y poca ciencia.

El Estado-Gobierno-Partido-Régimen de aquellas épocas, aplicaba la máxima de que “el gobierno no resuelve problemas, sólo activa y desactiva conflictos a necesidad”: reprimir o abrir la cartera.

Por ejemplo, la pobreza y la marginación de las áreas rurales se ha perpetuado por décadas, el “régimen”, para desactivar posibles levantamientos sociales, repartía apoyos, designaba a algún extensionista rural, colmaba de recursos a las organizaciones campesinas e incluso ofrecía cargos de elección a sus líderes para sosegar sus ánimos reivindicadores. Jamás hubo, ni existe en la actualidad, una auténtica política de estado que asegure el desarrollo productivo y social en el área rural.  Eso sí, que no se les ocurriera a los campesinos iniciar una marcha de protesta, porque entonces se ponía en operación todo el aparato del Estado para contenerlos, persuadirlos o reprimirlos si era necesario.

La “capacidad” de los funcionarios se reducía a saber gastar el dinero con una mano y con la otra usar el mazo. Los puestos públicos no se competían, se heredaban. La falta de talento se suplía con la abundancia de lealtad.

A partir de la transición democrática del 2000, las capacidades de gobierno tuvieron que reinvertirse. La democracia fue objeto de nuevos desafíos distinguidos por la transparencia, la participación social, escases de recursos y la economía globalizada. De políticos acostumbrados a reprimir y gastar, el régimen tuvo que aprender a hacer política pública, es decir, implementar acciones de gobierno sujetas a la rendición de cuentas y a la búsqueda de eficiencia. Cada vez era más necesario que la “ciencia” se impusiera a la “fuerza” en la administración pública.

La llamada tecnocracia consolidó sus técnicas en esa época: austeridad, finanzas públicas equilibradas, apertura económica, funcionarios de carrera y transparencia. Sin embargo, las capacidades de los llamados ‘Chicago Boys’ y luego los ‘itamitas’, terminaron por verse limitadas frente a la creciente desigualdad e inseguridad que afectaba a una sociedad cada vez más organizada y exigente.

Fue cuestión de tiempo que el modelo neoliberal junto al sistema bipartidista que lo personificó durante los últimos seis sexenios fueran sustituidos por un movimiento que ofrecía una “auténtica transformación y el fin de los privilegios”.

El problema es que el nuevo régimen se fijó una vara muy alta. Al día de hoy las opiniones sobre el cumplimiento de las promesas de campaña están ásperamente divididas. Si a esto le sumamos la reciente caída en los precios del petróleo y la irrupción mundial del Covid-19, incluyendo los problemas de inseguridad y bajo crecimiento que se arrastran desde las pasadas administraciones, el nuevo escenario se perfila como el más complejo que se recuerde, con profundas implicaciones para la economía, la salud y la seguridad de las personas.

Si las anteriores administraciones quedan “moralmente” invalidadas, incapaces de resolver problemas públicos debido a la “imperfección” de su naturaleza neoliberal, con el nuevo gobierno progresista quedó resuelto el problema de la legitimidad, ya que en el 2018 los ciudadanos le otorgaron un enorme margen de autoridad moral para atender los problemas de corrupción, inseguridad y bajo crecimiento.

Ciertamente, los nuevos funcionarios no tienen la necesidad de justificarse, pero entonces la capacidad para construir un gobierno exitoso y socialmente valorado depende, más que de otra cosa, de la técnica política y administrativa para incrementar sus habilidades directivas.

La nueva administración tiene un enorme margen de legitimidad, pero uno muy reducido para equivocarse.

La “ciencia” otra vez.

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