Del piolet que mató a Trotski a los huesos falsos de Cuauhtémoc

14 noviembre 2017
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En septiembre de 1949, Eulalia Guzmán, investigadora del Instituto Nacional de Antropología e Historia de México (INAH) descubrió restos humanos en una excavación en el municipio de Ixcateopan, Guerrero. Junto a un fragmento de cráneo, la profesora halló una punta de lanza de metal, cuentas de jade, cristal de roca, anillos de metal y cuentas de amatista. En la tumba, una placa ovalada de cobre nativo tenía grabada una cruz y una inscripción: Rey é S. Coatemo, 1495-1525. La osamenta y el resto de objetos fueron atribuidos a Cuauhtémoc, el último tlacatecuhtli (soberano) mexica.

El hallazgo de Guzmán fue importantísimo e inició un debate sobre la identidad mexicana. Confirmaba un relato oral transmitido por más de 400 años. Este afirmaba que el cuerpo de Cuauhtémoc, asesinado por Hernán Cortés el martes de carnaval de 1525 para frenar una conspiración en su contra, estuvo colgado 13 días en un lugar próximo a Izancanac (Tabasco). 25 guerreros desertaron de la expedición del conquistador español y descolgaron el cadáver del tlatoani. El grupo caminó 40 días hasta la región de la que era originario el guerrero Tzilacatzin. Allí se le dio sepultura. Cuatro años después, Fray Toribio de Benavente (Motolinía) hizo enterrar los restos en otro sitio donde después se erigió la iglesia de Santa María de la Asunción. Y allí fue donde Eulalia hizo su descubrimiento.

Las críticas le llegaron de todos lados. Algunos refutaron rápidamente el anuncio, incluso desde el propio Gobierno. Pero también hubo personajes y académicos de mucho prestigio que la defendieron. Uno de ellos fue Alfonso Quiroz Cuarón. El padre de la criminología mexicana moderna no supo leer lo que los supuestos huesos de Cuauhtémoc le decían.

Quiroz Cuarón desenmascaró al homicida de León Trotski. El criminólogo fue quien dio nombre y apellido verdaderos a quien se hacía llamar Jacques Monard o Frank Jacson. Quiroz Cuarón y el doctor José Gómez Robleda pasaron más de seis meses haciéndole innumerables exámenes de personalidad a Monard. Incluso pasaron algunas noches jugando a las cartas con el apuesto hombre que había roto el cráneo a Trotski con un piolet en agosto de 1940.

Tuvieron que pasar nueve años para que Quiroz Cuarón diera con la identidad de Monard. En septiembre de 1950 el criminólogo fue enviado a París por el Gobierno mexicano a un congreso mundial de la especialidad. Un detalle llamaba la atención al estudioso. Los interrogatorios habían arrojado que el asesino tenía una afinidad intelectual con el muralista David Alfaro Siqueiros. Quiroz Cuarón pensó que quizá este había sido combatiente en la Guerra Civil española.

En Madrid, Quiroz Cuarón llevó una copia fotográfica de las huellas dactilares del sospechoso a la Escuela de Medicina Legal. Los amigos del criminólogo tardaron minuto y medio en encontrar un juego idéntico. Eran de Jaime Ramón Mercader del Río Hernández, que había sido detenido en junio de 1935 junto a 17 comunistas en una reunión clandestina en el bar Joaquín Costa. De esa forma, el maestro Quiroz Cuarón acabó con una incógnita que estuvo en el aire una década. “Ya no importa lo que el sujeto diga, que niegue o se cambie de nombre: sus impresiones dactilares lo demuestran”, escribió en Medicina Forense sobre lo que dicen nuestras huellas dactilares.

Cuando la profesora Guzmán anunció su descubrimiento, Quiroz Cuarón dijo a un periodista de La Prensa: “Yo he visto al pueblo de México con una emoción profunda y con toda solemnidad en dos momentos: cuando el anuncio de la expropiación petrolera y la segunda cuando se publica el descubrimiento de la tumba de Cuauhtémoc”.

A una comisión enviada por la Secretaría de Educación Pública le bastó ocho horas de trabajo en el sitio para desmentir el hallazgo. Allí no había nada que correspondiera a los inicios del siglo XVI. “Había huesos de alrededor de cinco personas y ninguno que perteneciera a Cuauhtémoc”, concluyó el informe redactado en octubre. Los autores de este dictamen negativo fueron repudiados. Se les cuestionó su patriotismo.

En 1949 la élite intelectual mexicana estaba convencida de que Cuauhtémoc había sido hallado. “Es evidente que la geología se ha ido encargando de envejecer aquellos restos, el tiempo de apoderarse de ellos y de imprimirles una huella irrefutable de identidad arqueológica que aquellos sabios {la comisión del INAH} no están en actitud de percibir, pero que Alfonso Quiroz, con ayuda de ciencias más exactas que el prejuicio hispanista ha llegado a descubrir, por ejemplo en la presencia de partículas de cobre trasminadas hasta los huesos, proceso que toma siglos para verificarse”, escribió el escritor Salvador Novo en su diario tras comer con el criminólogo.

Arriba y adelante

Durante 27 años no hubo certeza sobre el hallazgo de Eulalia Guzmán. Fue así hasta que el presidente Luis Echeverría, en medio de tensiones económicas y políticas que vaticinaban una devaluación de la moneda y propagaban rumores de un golpe de Estado militar, decidió utilizar a Cuauhtémoc como salvavidas. El Gobierno del mandatario, un populista de izquierdas afecto a utilizar guayaberas y a criticar el imperialismo, creó por decreto una comisión para investigar el hallazgo de Ixcateopan.

“La vida heroica y el sacrificio de Cuauhtémoc adquieren dimensiones de dignidad y decoro cada vez mayores, como paradigma de la juventud y símbolo imperecedero que acrecienta y fortalece la conciencia nacional…Cuauhtémoc es el antecedente germinal que inaugura la resistencia organizada en contra de la dependencia y explotación coloniales”, justifica el decreto publicado en el Diario Oficial del 15 de enero de 1976, once meses antes de que Echeverría abandonara el cargo.

La comisión estaba compuesta por más de 15 expertos de universidades, institutos, colegios, además de representantes del Congreso y la Suprema Corte de Justicia. Estos últimos se encargaban de mantener viva la soflama nacionalista inyectada por el Ejecutivo. Todos tenían la difícil tarea de no decepcionar al señor presidente, que hacía públicas sus conclusiones personales sobre la investigación cada ocasión que se le presentaba.

“Tenemos la convicción cívica y la emoción patriótica de declarar que aquí fueron enterrados los restos de Cuauhtémoc”, dijo Echeverría en una visita a Ixcateopan el 26 de septiembre de 1976. Después de esa frase agregó: “Debemos apresurar las investigaciones, pero la convicción esencial e invariable ya está”, según recogió un diario de la época. Horas antes, el Congreso de Guerrero había sesionado in situ. La ceremonia se cerró entonando el himno nacional. Lejos del atril, y de los micrófonos, el gobernador Rubén Figueroa dijo sonriendo pero sin bromear a los arqueólogos de la comisión: “Esperamos que hagan pronto su trabajo y digan que aquí está Cuauhtémoc para que puedan regresar a la capital, pero con cabeza”.

El dictamen final llegó cuando Echeverría había abandonado la presidencia. Los titulares de los periódicos no ocultaron la decepción provocada por las conclusiones. “Al estudiar el maxilar se comprobó que este y otros restos corresponden a una mujer adulta joven de 25 años”. Los científicos concluyeron también que en el sitio existían huesos de “cuando menos ocho personas”. Algunos de ellos sometidos “a trabajos de reconstrucción previos”.

El arqueólogo Eduardo Matos Moctezuma, que formó parte de la comisión, contó en Arqueología Mexicana que tras la negativa comenzó a correr el rumor de que el gobernador Figueroa había llamado la atención sobre Cuauhtémoc para abrir una ruta de autobuses y ganar dinero con la peregrinación de turistas para ver los restos del último tlatoani mexica. Quiroz Cuarón guardó silencio tras la derrota, pero conservó durante años fotografías, análisis científicos, conclusiones y recortes de lo que la prensa llamó “uno de los capítulos más importantes de la historia de México”. Cuarenta años después la pregunta sigue en el aire. ¿Dónde están los restos de Cuauhtémoc? Algunos dicen que en Candelaria, Campeche. Falta que algún presidente se anime a investigar. Quizá sea mejor no saber.

Información de: El País

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